martes, 8 de diciembre de 2015

SALIR DE LA CUEVA en El Mundo-Cantabria

Salir de la cueva


Con frecuencia subestimamos la lengua que nos sirve para comunicarnos porque la consideramos como propia, sin tener en cuenta que ya existía mucho antes de nacer nosotros y  por lo tanto contiene en su interior el esquema moral de nuestros antepasados. Por eso seguimos llamando maricón al débil de carácter, nenaza al pacifista, o puta a la mujer que se resiste al acoso machista. Si además tenemos un arrebato emocional, echamos mano de  las frases hechas y de los refranes, con fama de contener una sabiduría popular que no suele ser más que el acatamiento servil de las injusticias de la vida. De hecho, el refranero de un pueblo es el compendio de sus miserias.
Pero la lengua pertenece a la comunidad y la bondad o maldad de las cosas la determina el tiempo presente.  Un caballero de antaño puede ser un baboso de ahora, una madraza sería una controladora o castradora, y un hombre culto: un pedante. Nada bueno permanece, la maldad es más longeva, y los jueces se aburren intentando armonizar lo ancestral con lo nuevo a base de condenas ejemplarizantes. Dentro de poco habrá más gente en la cárcel por maltrato a sus semejantes que por tráfico de drogas. Y en muchos casos será maltrato verbal. Recordemos al actor de la popular serie Anatomía de Grey que perdió los papeles frente a un compañero de reparto, le llamó maricón por ser homosexual, le denunciaron y, a pesar de su indudable atractivo, sus dotes dramáticas y su rentabilidad, fue despedido por la productora y su brillante carrera terminó en el acto. Lo mismo que podría sucederle al alcalde de Carboneras (Almería), que mandó callar a una concejala con la afirmación arcaica de que Las mujeres deben cerrar la boca cuando habla un hombre.  Ahora piden su dimisión y, como la ley española persigue a los cargos públicos con discurso incendiario, podría costarle algo más que su poltrona.
Las palabras pueden traicionarnos, lo hacen a menudo, sobre todo si eliminamos la barrera de la buena educación. Pensamos con palabras, nos forjamos con ellas, y cuando las pronunciamos nuestro pensamiento queda al descubierto. La lengua puede ser torpe, inexacta, incompleta, pero es un espejo que nos refleja, y la fidelidad de la imagen proyectada depende del dominio que tiene cada individuo sobre su discurso.  Una mala expresión suele coincidir con un mal pensamiento, aunque luego la persona se deshaga en disculpas para encubrirlo. Se lo permitimos a los niños, a los analfabetos o poco cultivados, pero jamás debemos consentirlo a representantes públicos porque un micrófono mal utilizado es el arma ideal para la apología de la barbarie. La palabra amplificada conlleva una enorme responsabilidad, y dejar que ciertas personas hablen en público es como darle el mando de la tele al perro.
No por ello debemos tener miedo a la lengua, si nos desnuda es porque nos ama, y del mismo modo que nos pone en evidencia también habla en nuestro favor. Si nos encontramos en apuros, la búsqueda de la palabra exacta será determinante en nuestra salvación. Nadie grita mandarina cuando se está ahogando o será eso lo que le lancen en vez de un flotador. Y tampoco llamas casa a un piso escuálido cuyo alquiler ya no puedes pagar después de que te hayan cortado la luz y el agua. En rigor, porque intentas definirlo con exactitud, lo llamas cueva. La cueva. Asumes tu situación vital al decirlo. Y si al atardecer sales a tomar el aire, porque no tienes dinero para otra cosa, dices: salgo de la cueva; y cuando regresas taciturno: regreso a la cueva. El vocabulario te pone en tu lugar. Y le das las gracias porque cueva es una palabra dura pero mucho peor es intemperie.
Cada vez se emplean más palabras rupestres como signo de la involución humana actual. Tenemos jefes trogloditas, políticos cuaternarios, empresarios velociraptores, tribus urbanas… dicen que se han visto lobos en Chernobil. Antes de lograr civilizarnos del todo, ya regresamos a la caverna de los ancestros. La diferencia con la vez anterior, es que ahora los animales del exterior serán de nuestra propia especie. La lengua nos avisa, nos alerta, intenta despertar nuestra conciencia porque estamos desmadrados, como borrachos de soberbia. Con lo que cuesta una bala de fusil se hace un guiso de lentejas, y no es por citar la Biblia. Somos dioses tecnológicos pero demonios morales, como nos llamaba Lewis Mumford. Adoramos al Becerro de Oro en el glorioso Black Friday y así le reducimos el sueldo de un euro al día al esclavo de turno. ¿No vendrá después Moisés con las tablas de la ley y las cámaras de vigilancia? ¿Nadie te ha llamado primitivo por no tener una pegatina tapando la cámara del ordenador? ¿Qué te preocupa más, que te vigilen o no ser vigilado?
En los años setenta, que fueron para la sociología como la ciencia ficción para la literatura, hubo una película visionaria que convendría revisar. Se titulaba Themroc, dirigida por Claude Faraldo, con Michel Piccoli como protagonista. En ella, un ciudadano normal se encierra en su piso, tapia con ladrillos la entrada, tira la pared exterior y se convierte a grito pelado en un cavernícola urbano. Fue calificada como subversiva, irreverente, inmoral y pasada de rosca. Había incesto, pecado, revolución interior. En la escena culminante, Piccoli sale de noche a buscar alimento, caza un policía y se lo come asado en su cueva. Estaba cargada de simbolismo, en un desolador blanco y negro, pero ayudaba a pensar, condición necesaria entonces para rodar una película.
Es normal ser cenizo en las primeras décadas de un siglo. La gente alberga esperanzas de cambio y baja las defensas. Los poderosos aprovechan para reducirnos la cuota de plátanos, para enfrentarnos en guerras simiescas entre adoradores del sol o de la luna. El aire huele a caos cuando todo el mundo tiene la razón. La gente no sabe hacia dónde correr, salvo hacia sí misma.  Entonces la cueva se convierte en un espacio físico y emocional necesario. Porque te sientes animal, animal acorralado. Ya lo canta Vetusta Morla: No hay timón en la deriva, tendremos que inventar una guarida.
Si los fanáticos no logran de nuevo retorcer el curso de la historia, encontraremos una solución, una vía de escape hacia la mejora humana. No hay por qué hacer que todo salte en pedazos, como en 1914, 1936, 1939… La sociedad terminará implosionando, espachurrando sus defectos, tratándolos como virus y exterminándolos. En nosotros está la enfermedad y la cura. Cualquier iniciativa que intente flexibilizar la vida, que permita una mayor inclinación de las ideas nobles antes de que se vengan abajo, que aumente el margen de posibilidades de la realidad, nos ayudará a salir de la cueva. O al menos a no dirigirnos a zancadas hacia ella.


Publicado en El Mundo-Cantabria 7-12-15

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