Salir de la cueva
Con frecuencia
subestimamos la lengua que nos sirve para comunicarnos porque la consideramos como
propia, sin tener en cuenta que ya existía mucho antes de nacer nosotros y por lo tanto contiene en su interior el
esquema moral de nuestros antepasados. Por eso seguimos llamando maricón al débil de carácter, nenaza al pacifista, o puta a la mujer que se resiste al acoso
machista. Si además tenemos un arrebato emocional, echamos mano de las frases hechas y de los refranes, con fama
de contener una sabiduría popular que no suele ser más que el acatamiento
servil de las injusticias de la vida. De hecho, el refranero de un pueblo es el
compendio de sus miserias.
Pero la lengua
pertenece a la comunidad y la bondad o maldad de las cosas la determina el
tiempo presente. Un caballero de antaño puede ser un baboso de ahora, una madraza
sería una controladora o castradora, y un hombre culto: un pedante. Nada
bueno permanece, la maldad es más longeva, y los jueces se aburren intentando
armonizar lo ancestral con lo nuevo a base de condenas ejemplarizantes. Dentro
de poco habrá más gente en la cárcel por maltrato a sus semejantes que por
tráfico de drogas. Y en muchos casos será maltrato verbal. Recordemos al actor
de la popular serie Anatomía de Grey que perdió los papeles frente a un
compañero de reparto, le llamó maricón
por ser homosexual, le denunciaron y, a pesar de su indudable atractivo, sus
dotes dramáticas y su rentabilidad, fue despedido por la productora y su
brillante carrera terminó en el acto. Lo mismo que podría sucederle al alcalde
de Carboneras (Almería), que mandó callar a una concejala con la afirmación
arcaica de que Las mujeres deben cerrar
la boca cuando habla un hombre. Ahora
piden su dimisión y, como la ley española persigue a los cargos públicos con
discurso incendiario, podría costarle algo más que su poltrona.
Las palabras pueden
traicionarnos, lo hacen a menudo, sobre todo si eliminamos la barrera de la
buena educación. Pensamos con palabras, nos forjamos con ellas, y cuando las
pronunciamos nuestro pensamiento queda al descubierto. La lengua puede ser
torpe, inexacta, incompleta, pero es un espejo que nos refleja, y la fidelidad
de la imagen proyectada depende del dominio que tiene cada individuo sobre su
discurso. Una mala expresión suele
coincidir con un mal pensamiento, aunque luego la persona se deshaga en
disculpas para encubrirlo. Se lo permitimos a los niños, a los analfabetos o
poco cultivados, pero jamás debemos consentirlo a representantes públicos porque
un micrófono mal utilizado es el arma ideal para la apología de la barbarie. La
palabra amplificada conlleva una enorme responsabilidad, y dejar que ciertas
personas hablen en público es como darle el mando de la tele al perro.
No por ello debemos
tener miedo a la lengua, si nos desnuda es porque nos ama, y del mismo modo que
nos pone en evidencia también habla en nuestro favor. Si nos encontramos en
apuros, la búsqueda de la palabra exacta será determinante en nuestra salvación.
Nadie grita mandarina cuando se está
ahogando o será eso lo que le lancen en vez de un flotador. Y tampoco llamas casa a un piso escuálido cuyo alquiler
ya no puedes pagar después de que te hayan cortado la luz y el agua. En rigor,
porque intentas definirlo con exactitud, lo llamas cueva. La cueva. Asumes
tu situación vital al decirlo. Y si al atardecer sales a tomar el aire, porque
no tienes dinero para otra cosa, dices: salgo
de la cueva; y cuando regresas taciturno: regreso a la cueva. El vocabulario te pone en tu lugar. Y le das
las gracias porque cueva es una
palabra dura pero mucho peor es intemperie.
Cada vez se emplean
más palabras rupestres como signo de la involución humana actual. Tenemos jefes
trogloditas, políticos cuaternarios, empresarios velociraptores, tribus urbanas… dicen que se han visto lobos en Chernobil. Antes de
lograr civilizarnos del todo, ya regresamos a la caverna de los ancestros. La
diferencia con la vez anterior, es que ahora los animales del exterior serán de
nuestra propia especie. La lengua nos avisa, nos alerta, intenta despertar
nuestra conciencia porque estamos desmadrados, como borrachos de soberbia. Con lo
que cuesta una bala de fusil se hace un guiso de lentejas, y no es por citar la
Biblia. Somos dioses tecnológicos pero demonios morales, como nos llamaba Lewis
Mumford. Adoramos al Becerro de Oro en el glorioso Black Friday y así le reducimos el sueldo de un euro al día al esclavo
de turno. ¿No vendrá después Moisés con las tablas de la ley y las cámaras de
vigilancia? ¿Nadie te ha llamado primitivo
por no tener una pegatina tapando la cámara del ordenador? ¿Qué te preocupa
más, que te vigilen o no ser vigilado?
En los años setenta,
que fueron para la sociología como la ciencia ficción para la literatura, hubo
una película visionaria que convendría revisar. Se titulaba Themroc, dirigida por Claude Faraldo,
con Michel Piccoli como protagonista. En ella, un ciudadano normal se encierra
en su piso, tapia con ladrillos la entrada, tira la pared exterior y se
convierte a grito pelado en un cavernícola urbano. Fue calificada como
subversiva, irreverente, inmoral y pasada de rosca. Había incesto, pecado,
revolución interior. En la escena culminante, Piccoli sale de noche a buscar
alimento, caza un policía y se lo come asado en su cueva. Estaba cargada de
simbolismo, en un desolador blanco y negro, pero ayudaba a pensar, condición
necesaria entonces para rodar una película.
Es normal ser cenizo
en las primeras décadas de un siglo. La gente alberga esperanzas de cambio y
baja las defensas. Los poderosos aprovechan para reducirnos la cuota de
plátanos, para enfrentarnos en guerras simiescas entre adoradores del sol o de
la luna. El aire huele a caos cuando todo el mundo tiene la razón. La gente no
sabe hacia dónde correr, salvo hacia sí misma. Entonces la cueva se convierte en un espacio físico y emocional necesario. Porque
te sientes animal, animal acorralado. Ya lo canta Vetusta Morla: No hay timón en la deriva, tendremos que
inventar una guarida.
Si los fanáticos no logran
de nuevo retorcer el curso de la historia, encontraremos una solución, una vía
de escape hacia la mejora humana. No hay por qué hacer que todo salte en
pedazos, como en 1914, 1936, 1939… La sociedad terminará implosionando,
espachurrando sus defectos, tratándolos como virus y exterminándolos. En nosotros
está la enfermedad y la cura. Cualquier iniciativa que intente flexibilizar la
vida, que permita una mayor inclinación de las ideas nobles antes de que se
vengan abajo, que aumente el margen de posibilidades de la realidad, nos
ayudará a salir de la cueva. O al menos a no dirigirnos a zancadas hacia ella.
Publicado en El Mundo-Cantabria
7-12-15
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