¿Quién ve lo que desaparece detrás de una montaña?
sobre Los sentimientos encontrados, de Kepa
Murua.
Los sentimientos
encontrados es una buena novela. Nadie lo diría tratándose de un
diario, ya que la vida normal aburre a cualquiera. Sin embargo hay personas
dotadas del don de la singularidad y si se toman la molestia de narrar su
existencia con pelos y señales les sale un drama memorable, clásico. Algo digno
de ser narrado porque contiene un héroe intrépido, unas circunstancias adversas,
un camino esforzado y tortuoso, y un desenlace no por esperado menos
sorprendente. Este diario se lee con interés, curiosidad, aprovechamiento
óptimo de la lectura y la sensación final de haber adquirido una mejor
comprensión del ámbito literario visto por uno de sus protagonistas. Un libro
atractivo para todos los lectores, aunque no les atraiga en particular el mundo
de la edición. Y mejora si conocemos el libro anterior.
Recordemos que en la primera parte, Los
pasos inciertos (Memorias de un poeta metido a editor 1996/2004), el
protagonista fabricaba una trampa y se encerraba en ella. Pretendía la quimera
de ganarse la vida en el proceloso mundo de las editoriales independientes, se
lanzaba a ello con más corazón que cabeza y al encontrarse con la cruda
realidad surgía la trama. Nos contaba entonces sus desvelos ante un hatajo de
escritores borrachos y pagados de sí mismo, unos editores avezados en la rapiña
y el juego sucio, un sistema de distribución mezquino, una intelectualidad
indigna de tal nombre por su escasa altura de miras. Los ponía a todos a caldo, con nombres y
apellidos, para así demostrar su propia valía, la claridad ética de su propósito
frente a la turbiedad de los suyos, el inconmensurable poder de un poeta para
iluminar aquella oscuridad siniestra. Como San Jorge contra el dragón o
Jesucristo echando a los mercaderes del templo. Pero su exceso de pasión le
cegaba, impidiéndole ver lo evidente: ser poeta y editor en este país es una
paradoja, algo que hace de reír,
porque según una encuesta reciente uno de cada cinco españoles piensa que el
sol gira alrededor de la tierra (me dicen que es al revés). Margaritas a los cerdos, era la conclusión de Los pasos inciertos.
Todo hacía presumir que en la
segunda parte el héroe se quedaría solo, enfrentado al espejo de sus
limitaciones. Que la editorial Bassarai fracasaría y le arrastraría en la
caída. Que sería capaz de sacrificarlo todo con tal de sacar adelante una
cabezonería. Que se iba a arruinar sin ser una persona arruinable. Kepa Murua
no es rico, ni lo ha sido nunca. No tiene una abuelita maja que le dejó unos
bonos canjeables, ni una mujer que puede llamar a papuchi y pedirle lo que sea,
ni mucho menos amigos que naden en la abundancia. Perderlo todo significaba
para él perderlo todo. Hablo de comer el día siguiente. Y encima su socia en la
editorial era su propia mujer. Con un niño pequeño. Sólo un milagro podía
haberlo salvado del desastre inminente. Y lo sabía. Y lo dice. Y todo se
derrumba a su alrededor sin que pueda hacer nada para evitarlo. Los sentimientos encontrados es la
crónica de esa demolición. Tres años muy
largos, duros, tristes; acorralado por las facturas, al borde de un fracaso
sentimental y con menos futuro que el presente actual. De hecho, sus páginas
anticipan o retratan al sujeto contemporáneo, que huye hacia sí mismo porque ya
no queda hacia dónde correr. Eso en los que nos hemos convertido en la última
década: estéril y desesperada. Es destacable el episodio de su viaje a Canadá y
New York, cuando el autor intenta recuperar su libertad de acción, la juventud
despreocupada, pero se escucha entre frase y frase, con nitidez, el sonido de
las cadenas. Entonces empieza el dolor.
Hay un punto en este diario en el que Kepa Murua debería haberse
detenido. Hacer un paréntesis, dejar un largo espacio en blanco, varios meses.
Quizá por pudor, para no ocasionar daños colaterales, proteger su intimidad o no
mostrar su lado más implacable. Cuando el barco hace agua, toca el sálvese
quien pueda, no hay chalecos para todos y apenas tiene fuerzas para salvarse a
sí mismo. Pero no calla, no lo hace, da testimonio de lo alto y de lo bajo.
Justo en ese momento recordamos que lo
que estamos leyendo le ha sucedido a alguien, que se basa en hechos reales, es
una true story. Seguir escribiendo en esas condiciones es meritorio, nuestra
faceta de lectores sádicos se lo agradece, consigue que sintamos una oscura
empatía. Nos lo pone fácil porque él mismo se llama ingenuo, tonto, ególatra,
soberbio y pasado de rosca. La furia y la ira dirigida en la primera parte
hacia los demás, la dirige ahora hacia sí mismo. Reconoce con pesar que
sobrevaloró sus fuerzas, que se equivocó en el análisis de mercado, que ser
editor independiente es un lujo que no se puede permitir. El miedo a fracasar
es superior al fracaso mismo. Y duele tanto que su expresión alcanza en este
punto un alto nivel poético. Kepa Murua acepta su destino, el desierto que le
corresponde. Bassarai dejará de ser
real, pero no morirá, tendrá una segunda vida, pasará a ser un mito en parte
gracias a sus diarios. Aquí precisamente el Diario alcanza la mayúscula, es
autoconsciente, sabe o decide que va a ser publicado. Adquiere presencia,
entidad, e influye en lo narrado.
Es una disciplina extraña terminar
los días con un balance escrito de lo vivido. Lo mismo que hacemos todos antes
de irnos a la cama, pero registrado, anotado, fijado en palabras para siempre.
Someterse a la esclavitud de lo dicho, de la huella pronunciada, y que sea ella
con sus limitaciones la que marque todo el trayecto. Un riesgo enorme. Sobre
todo cuando el autor se aferra a su memoria, se disocia y se convierte ya en el
narrador de pleno derecho de su propia historia. Entonces se gana el rango de
novela, una novela con forma de diario, algo más que el mero registro de los
hechos. Kepa Murua enfrentado al abismo de no distinguir al creador de lo
creado. El punto crítico de su drama personal. Ser la representación fiable de
sí mismo. Como volverse esquizofrénico y amar al Otro. Reivindicarse al
completo. Saber que con esas ruinas está construyendo una obra, adquiriendo
entidad de ficción mientras se aleja de lo humano. Gana el poeta, pierde el
editor. Y aceptarlo los une a ambos. Porque si los poetas están locos, los
editores independientes están completamente chiflados. Aunque uno no haya
escrito jamás un verso, hay que ser un pedazo de poeta para mirar las cifras de
ventas de tus libros y que no se te caiga el alma al suelo. Cuando veo a un
editor, siempre le doy el pésame, y siempre viene a cuento.
También hay amor en estos diarios.
Amor en retroceso. Amor que se pierde. El precio a pagar por la obcecación de
ser poeta y editor sin saber que la rutina de un editor no es nada lírica. Un
amor desdichado que recuerda a Suave es la noche, de Fitzgerald, con sus
personajes femeninos descontrolados, mentalmente frágiles, al borde de la
cornisa. Ser imán de mujeres desequilibradas también lo desequilibra a él, algo
que debe cambiar si quiere sobrevivir. Le espera una soledad desoladora. El
tiempo de crear un escudo impenetrable que le permita madurar sin pudrirse. La
mutación.
Queda por preguntar después de la lectura, si un hombre inteligente
escoge un sueño imposible para así fracasar y tener algo de qué quejarse. ¿No
es esta actitud victimista un reflejo de los tiempos vividos por el personaje?
¿No es el mal de occidente la queja continuada, nuestra válvula de escape? Un
oriental lo llevaría mucho mejor, con un sano estoicismo. Por eso es predecible
que en la próxima entrega el personaje redima su fracaso con un intento de
alcanzar el vacío, en plan zen. Orientalismo y redención. Abandonar la edición
y regresar a la arcadia del verso como única patria posible. Salvarse. Memorias,
al fin y al cabo, de un hombre vivo que puede demostrarlo. Muy de agradecer.
Enlace:
http://www.espacioluke.com/2016/Septiembre2016/taboada.html