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Laberinto ahora
Lo pone bien grande
en la fachada: Laberinto de los Diputados. Es un edificio de un tamaño
descomunal, como impuesto a la realidad en tiempos salvajes, da un poco de
miedo. Según entras hay una flecha dorada que señala hacia la derecha, otra de
chapa reciclada hacia la izquierda y en el centro un banco largo, para los
indecisos, los turistas y los cansados en general. Una inscripción en
latín advierte que nos encontramos en un
lugar destinado a perderse, perder el tiempo de los demás y hacer que la
historia pierda la paciencia. No me fío del traductor del móvil, pero entiendo
que ésa es la esencia de un laberinto político y decido entrar.
Voy a la taquilla,
la máquina me lee la cara y me obliga a escoger entre dos opciones: Si a uno le sobra es porque a otro le falta,
o bien, Lo mío es lo mío. No
tengo muy arraigado el sentido de la propiedad, quizá por falta de bienes
raíces y solvencia económica, pagar la entrada a un edificio público ya me
parece un disparate, pero tampoco quiero compartir lo poco que tengo con otra
persona que tenga menos que yo, así que sostengo un debate moral en mi interior
durante los veinte segundos que me concede la máquina. Me decido por la primera
opción, me parece más justa, o no tan mezquina como la otra. La máquina escribe
con láser en la piel de mi muñeca derecha la palabra: Izquierda.
Un poco a desgana,
sin sentirme del todo identificado, entro en el lado izquierdo del laberinto.
Camino por un pasillo estrecho hasta llegar a un viejo escáner antiterrorista,
que me deja pasar, aunque me clasifica como peligro potencial en grado medio,
ya que el año pasado estuve siete meses en el paro y podría albergar
sentimientos de venganza. Por si acaso, me asigna un acompañante. Espero cinco
minutos en la jaula de acceso. El muchacho llega corriendo, se llama Rogelio,
es becario, sus únicos ingresos proceden de las entradas y se califica con
humor como trotskista remasterizado. Me confiesa que ha trucado el escáner para
que sospeche de todo el mundo y garantizar así su trabajo. También vende
autógrafos de los líderes más carismáticos, calentitos,
de hoy mismo, a cinco euros la unidad. ¿Le importa el cinismo?, me
pregunta, como si pidiera permiso para fumar.
Comienza la visita
guiada con un recorrido por los despachos, donde hay un ajetreo enorme porque
hace dos horas ha llegado una nueva partida de ideas de izquierdas. Proceden de
un servidor que las recolecta en la red y se las entrega clasificadas según su
relevancia. Las mejores son las utópicas, irrealizables desde su misma
concepción, pero con muchos seguidores. Allí las analizan, las diseccionan,
demuestran su inoperancia y, si son descabelladas, le extraen la parte
correspondiente a la imagen pública. Las
ideas, como las pancartas, me explica Rogelio, solo tienen dos dimensiones, y nos corresponde a nosotros darles
cuerpo. La gente quiere que sus ideas se tengan en consideración, que se
mencionen, que se aluda a ellas, aunque sea imposible llevarlas a cabo. Somos
de izquierdas porque les escuchamos, no porque tengamos capacidad operativa
para ponerlas en práctica. Nos faltan votos, la culpa es suya, hacemos todo lo
posible por conseguirlos. ¿Y no conseguirían más si se ocuparan de los
problemas en vez de preocuparse por los votos? No, responde, tajante. El
voto es lo que cuenta, el voto es el pan. La izquierda nació pragmática,
evolucionó hacía la abstracción y ahora se encuentra en una fase metafísica.
Nada podemos hacer, salvo existir, que ya es mucho.
Consecuente con su
razonamiento, tomamos un atajo hacia el corazón del ala izquierda de ese
sofisticado castillo de naipes: la sala de comunicaciones. Es un hervidero de
gente. Hay un centenar de personas distribuidas por secciones controlando todo
tipo de aparatos electrónicos. Es difícil de describir, salvo mezclando un
estudio de televisión con el parquet de la bolsa y un centro de alto
rendimiento deportivo. Se puede oír el sudor, los dientes del esfuerzo. Una
banda continua rodea el techo e informa puntualmente del grado de aceptación
popular de las ideas puestas en el mercado. En una esquina, un grupo de
negociadores colorados teclea en sus móviles mientras se prueba modelos de ropa
de marca que parecen de hipermercado. Veo un perchero de la colección
Indigente, de Marina Santaclara. Rogelio me informa de que sus vaqueros raídos
le quedan muy bien al nuevo líder carismático. Yo pensaba que no lograría
verlo, pero él me lo señala, al fondo, dentro de una habitación acristalada.
Nos acercamos para
contemplar de cerca al joven buda. Es alguien tan próximo que nos saluda con la
mano. Según un monitor, la temperatura de la habitación es de un grado bajo
cero, pero el líder está en mangas de camisa, tan tranquilo, no tiene ni la
piel de gallina. Aprovechando que estamos allí, nos pide que le aconsejemos, nosotros,
las bases. Adopta sobre una banqueta de formica diferentes posturas: con la
pierna cruzada, con una mano en la cadera, frotándose reflexivamente la
mejilla, y luego coge un libro y lee, con mucho engolamiento: Somos los hombres huecos/ somos los hombres
rellenos/ apoyados unos en otros/ con la mollera llena de paja. Nos
pregunta si hundir los dedos en sus cabellos mientras recita a T.S. Eliot queda
molón. Asentimos, claro, y le mostramos los pulgares: Mola, Jefe, dice Rogelio. Yo me pongo colorado, es un privilegio
tratar con una persona de esa talla. Rogelio aprovecha para venderme un
autógrafo del elegido para la gloria, que compro sin rechistar.
De la sala de
comunicaciones pasamos directamente a la antesala del hemiciclo. Huele a talco
y a maquillaje. Me sorprende reconocer la cara de todos los presentes. Son las
estrellas de la tele, los diputados propiamente dichos, los que aparecen en los
noticiarios. Algunos hacen gárgaras con vodka, otros recitan textos ante el
espejo, varios miembros de partidos enfrentados ensayan juntos sus
intervenciones. El Ministro del Interior alecciona al jefe de la oposición: Yo te llamo rojo intempestivo y tú me llamas
facha cuaternario, pero me dejas continuar hasta que diga circunstancialmente…
Hay nervios en el ambiente, faltan diez minutos para el Pleno de la Cámara y
será televisado. A Rogelio se le iluminan los ojos imaginando que algún día
pueda estar allí, con mariposas en el estómago, esperando a que se levante el
telón. Me invita a quedarme al pleno, aunque no he pagado por ello, si a cambio
le compro dos entradas para un concierto solidario con los pueblos del
extrarradio. Están lejos del centro,
dice para ablandarme, pero no cuela.
Lo que si logra es
sacarme otros cinco euros para salir por la derecha del laberinto, en vez de
retroceder por el camino correcto. Como me ve dudar, saca un láser de su
bolsillo y cambia la marca de mi muñeca por otra que dice: Derecha. Así de
fácil. Me aconseja, para evitar que salte la alarma, que introduzca en mi
conversación expresiones como: Por mis cojones, Me sale de los huevos, y otras
que el decoro me impide reproducir. Es el
lenguaje de la derecha, me aclara Rogelio, una paradoja democrática, para que la gente crea que son de colegio
público. No lo son, todo el mundo lo
sabe, pero tampoco tienen estudios, ni ideas ni cultura, eso los desprestigia
entre los suyos. El dinero y cómo conseguirlo es su único tema de conversación.
No me apetece
cruzarme con ellos, así que le pido a Rogelio un itinerario alternativo y
entramos a gatas en el conducto del aire acondicionado. Con sigilo, nos
situamos encima del pasillo de entrada al hemiciclo y asistimos al lento
peregrinar de los diputados de la derecha. En efecto, son unos malhablados, y
tienen el tic de frotarse el dedo índice con el pulgar. Llega hasta nosotros un
olor detergente, como de persona que se lava en exceso, y el sonido
inconfundible del que lleva los bolsillos llenos de monedas. Suenan igual que el ganado, son avaros,
acaparadores de céntimos, dice Rogelio, con los ojos inyectados de odio
proletario. Temo que su furia acabe costándome otro suplemento y le pido que me
saque ya del laberinto. Él comprende mi desazón, a fin de cuentas soy un
contribuyente.
Como Rogelio no
tiene nuevas visitas esperando, se demora conmigo en la puerta de salida. ¿No me pregunta usted quien gobierna aquí,
dónde está el famoso Minotauro? Me lo pienso. Es gratis, dice, y me señala la base de una máquina de refrescos. ¿Ve usted en aquel agujero de la pared un
manojo de cables y uno que brilla? Es la fibra óptica que llega directa del
ordenador del Banco Central. Proporciona los datos referentes a la deuda
nacional, de dónde se sacarán los fondos para pagar y cuál es el modelo
retórico adecuado para explicárselo a los ciudadanos. Su fiabilidad es del 99’8
por cien. ¿No es genial? Por supuesto… tecnología del país, supongo. No somos tan suicidas. Algo es algo.
Ricardo y yo sonreímos a la vez, con ancestral resignación, y damos por
concluida la visita. En total, han sido veinte euros con cincuenta. Ellos sí
que son unos genios. Los primeros de la clase.
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