lunes, 20 de febrero de 2017

EN TÉRMINOS DE BONDAD en ELDIARIO.ES Cantabria




En términos de bondad 


Un paralítico cerebral profundo es un ser humano que nace desconectado, de sí mismo y de nosotros. Cuando llega al mundo sentimos pena por él, no se va a enterar de nada, es lamentable, pero si pensamos en su familia se nos saltan las lágrimas: qué cruz, qué losa, qué palo. Durante veinte o treinta años tendrán que cuidar de él sin otra recompensa que cuidar de él, en un círculo vicioso imposible de romper. Desearían que no hubiera nacido, que el mal se hubiera detectado a tiempo y así poder solicitar a la sociedad una compasiva interrupción del embarazo. Pero eso no sucedió, está vivo, es un ser irrefutable.

Todos conocemos alguno de estos seres ausentes, casi vegetales, a menudo toman el sol en un balcón, inmóviles como geranios. Son recipientes sin apenas contenido, con un algo remoto en la mirada, una sonrisa que deseamos interpretar pero que es solo un acto reflejo. Tienen nombre, normalmente en diminutivo cariñoso, aunque no responden. Antiguamente se los dejaba morir, abandonados a la intemperie, a los lobos, pero formó parte de nuestra evolución aceptar lo inevitable y mantenerlos con vida, no para diferenciarnos de los animales, hay muchos que protegen a los más desvalidos,  sino para mantener la cohesión del grupo dando por supuesto que el simple aspecto humano ya es un valor a defender. El lógico orgullo de una especie que no se rinde con facilidad.

Desde antiguo se observó que la familia que tenía entre sus miembros a un paralítico cerebral se humanizaba, su violencia consustancial quedaba refrenada por el contacto diario con un ser dependiente e indefenso. La necesidad de cuidados constantes por parte del grupo, algo compartido con mayor o menor entusiasmo por hermanos, primos y vecinos más cercanos, los hacía más sensibles al dolor ajeno y por tanto menos propensos a ocasionarlo. De este modo, por el simple hecho de existir, un paralítico cerebral mejoraba la sociedad humana, y en términos de bondad, se podría decir que ni una persona empeñada en ser bondadosa durante toda su vida lograría alcanzar un nivel semejante. No es una paradoja, sino una demostración simple de que la humanidad es más grande que un solo ser humano.

En la vida no existe una demostración de fortaleza mayor que la bondad, nada nos hace sentir más orgullosos, más grandes, sin embargo en tiempos duros muchos la consideran un signo de debilidad y así una virtud se convierte en un defecto. Además la bondad tiene connotaciones religiosas, lo que le resta credibilidad y le da muy mala fama, algo injusto porque la religión siempre ha capitalizado esa actitud humana como posterior a sus enseñanzas, cuando es anterior. La bondad ya existía antes de que nuestro miedo inventara a los dioses. Es obvio que nadie crece al ponerse de rodillas.

Desde el Holocausto se nos ha intentado convencer con retórica bíblica de que albergamos en nuestro interior un mal tan poderoso que ningún bien puede contrarrestarlo. Es normal que se empleara ese discurso porque el daño ocasionado fue tan descomunal que solo repartiendo la culpa entre todos se hacía soportable. Por eso es positivo que en la actualidad se publiquen libros como  ‘La bondad insensata’, de Gabriele Nissim, donde nos recuerda que frente a la banalidad del mal (Hannah Arendt) se encuentran los hombres justos que arriesgan su vida para salvar la de otros (Vasili Grossman). Solo un desalmado afirmaría que nuestra historia es producto de la maldad. Eso no se sostiene.

Sí es cierto que la maldad arraiga con facilidad en el ser humano porque la bondad no se ajusta a la ley del mínimo esfuerzo y siempre será más fácil destruir que construir, matar que salvar, herir que curar. Hicieron falta mil guerras antes de que se creara la Cruz Roja, y se fusilaron a muchos hombres hasta que el primer pacifista se mantuvo en pie a pesar de estar hecho un colador. Pero vamos ganando, el mundo no es tan monstruoso como era, ocurre que caminar paso a paso es más lento que ir dando zancadas. Al héroe actual se le exige que lleve una bandera blanca, ya no hay gloria en la sangre, salvo para los fanáticos. Ser civilizado es una disciplina intelectual, no un regalo.

Hace unas semanas en este mismo periódico Susan George (ATTAC) nos recordaba  que “la izquierda cree que sus ideas son tan estupendas que no hace falta defenderlas” y de ese modo la derecha las tergiversa y las utiliza en su contra. Es la era del cinismo. Dentro de poco los Derechos Humanos se imprimirán en papel higiénico y los promotores de la idea dirán que es para difundirlos. Después de la posverdad inventarán la poshumanidad y ayudar a los demás será considerado sospechoso. La bondad podría desaparecer por falta de uso, cosa de ingenuos, personas a las que habrá que medicar.

Hace unos días falleció el pensador Tzvetan Todorov y en su libro ‘Memoria del mal, tentación del bien’ nos recuerda que “la libertad es el primer valor humanista; la bondad, el segundo”. Por lo tanto, estamos hablando de la esencia, algo que por derecho pertenece a la izquierda,  defensora de lo humano, porque la derecha está muy ocupada contando el dinero. Como dijo Mahpiua Luta (Nube Roja): “Tres veces he repetido estas cosas. Ahora he venido a decirlo una cuarta”.

Enlace: http://www.eldiario.es/norte/cantabria/primerapagina/terminos-bondad_6_611448869.html

lunes, 13 de febrero de 2017

LA ESQUINA DE WRÓBLEWSKI en ESPACIO LUKE



     Quedamos en el Retiro, junto a la entrada de la exposición de Andrzej Wróblewski. Hacía una temperatura insólita para un mes de enero madrileño, casi quince grados, pero él profesor apareció con guantes gruesos y bufanda de dos vueltas, como si acabara de nevar. Dijo que estaba resfriado. Nos dimos la mano y entramos en el Palacio de Velázquez.
La retrospectiva del pintor polaco se titulaba Verso/reverso. Mostraba bastantes cuadros dobles, con escenas de realismo socialista por un lado y abstracciones geométricas por el otro. Estaban colocados sobre paneles que había que rodear, lo cual obligaba a los guardas de seguridad de la exposición a pedir a los visitantes que llevaran sus mochilas y bolsos bien sujetos delante, para evitar dañar las obras. A Santiago Valcárcel lo amonestaron por no controlar su bufanda, que una vez desenrollada le llegaba a las pantorrillas y a punto estuvo de engancharse en un bastidor. Ese control de los guardianes del arte encajaba con la obra expuesta, llena de fusilados, hombres desmembrados, espirales y círculos toscos, todo con una crudeza desalentadora. La brutalidad  de la invasión de Polonia por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial y luego el estalinismo feroz narrados por una de sus víctimas. Una pintura plana y cadavérica.
Nos detuvimos al fondo de la sala central, junto a la flecha que nos conducía hacia la segunda época de ese pintor desastroso venido del telón de acero. Daban ganas de marcharse, de no perder allí mucho más tiempo. Me gustaba tan poco que pensé que el profesor me estaba sometiendo a alguna prueba: si ese pintor había llegado hasta allí no podía ser desconocido para él, ni tampoco un cualquiera. Me lo tomé con paciencia.   
—Durante mi infancia —dijo Valcárcel, como si vinera a cuento— yo vivía recluido en los rincones. Sobre todo en un rincón de la cocina. Allí me entretenía con los cuatro objetos casuales que me arrojaban los adultos, ya sabe, pinzas de la ropa, un lapicero, un trozo de tela para domesticar los dientes… Supongo que me gustaban los rincones porque allí me sentía protegido, con las espaldas a cubierto, dominando siempre el panorama. Podía mirar a los demás, ver sus evoluciones, aprender. Además en los rincones se está más calentito, lejos de las corrientes, sin estorbarle el paso a nadie. Fue determinante en mi vida abandonar esa actitud y alejarme del amparo de los rincones infantiles.
Entendí que tampoco le agradaba la exposición, y que se refería al régimen comunista como un arrinconamiento humano de trágicas consecuencias, lo que le llevaría a denostar la obra de Wróblewski por primitiva, superada, anodina y testimonial. O eso pensaba yo. Con las prisas, no habíamos mirado la hoja que nos entregaron en la entrada y lo hicimos ahora. Valcárcel señaló la foto de presentación, cuyo cuadro teníamos justo delante, pero en posición vertical, con el título Chofer azul. Aquello era otra cosa, nada que ver con la obra expuesta en la sala anterior. La soledad férrea de ese cuadro te helaba la sangre. Había un grave despojamiento de las formas que achicaba el ánimo. Wróblewski había pasado de los cuerpos rotos a la anulación espiritual del conjunto, de la comunidad. Por ejemplo, un grupo de peces verdes cortados por la mitad representaba mejor la atrocidad de los muertos de la guerra que cualquier escena con cadáveres grandilocuentes. Un hombre observando sus propias vísceras mostraba la huida hacia adentro como única vía de escape. Un hombre atravesado por el rojo sangre del fondo parecía el retrato definitivo de todo lo humano. Costaba creer que un autor había evolucionado tan rápido y que era capaz de mostrarlo: te acercabas al cuadro y veías lo anterior, te alejabas unos pasos y podías sentir los brochazos del futuro. Una visión perturbadora, como todo lo que se hace a corazón abierto.
—¿Se da cuenta, profesor, que este hombre lo pintó todo en solo diez años? Doscientos cuadros y ochocientos trabajos en papel…  
A Santiago Valcárcel le gustaba hablar de sí mismo cuando había que hablar de otro. A ser posible más grande que él. Y caminar mientras hablaba. Mover las manos. Disertar.
—Un caso singular, qué duda cabe. Pero no todos los que salen del rincón acaban en la esquina. A mí me sucedió… hace ya mucho tiempo… Porque hay un tránsito obligado que te hace cruzar por la escena pública, cuando eres reconocido y dejas de ser invisible. Es fácil entonces perderse y que la imagen que los otros tienen de ti se imponga a la tuya propia. Entonces tu rincón y su rincón se unen y forman una caja que te aprisiona dentro. Error. Grave error para un artista. Por eso cuando sales de tu rincón y te muestras a los demás lo mejor es convertirte en una punta de flecha. No comunicarte, sino atravesarlos con tu determinación. De ese modo tu rincón trasciende, supera el espacio personal y colectivo para llevarte un poco más allá, donde eres como una sombra inquieta que espera en una esquina a la intemperie. Hay que llegar a ese lugar como sea. Rincón, flecha y esquina. Ése es el camino del genio.
Otros profesores nos hablaban de la luz, pero Santiago Valcárcel todo lo remitía a la geometría, al control formal y espiritual del espacio. Para seguir sus disertaciones era mejor cerrar los ojos, plegarse a esa concepción de líneas sentimentales y conceptuales que se cruzar y tensan el espíritu hasta crear un obra única. Afirmaba, y en sus clases no dejaba de insistir en ello, que se había exagerado el papel del espectador y muchas obras no iban más allá de un juego de ping-pong entre dos conciencias que se mueven en ámbitos diferentes. “El amanecer es implacable” solía decir, “nunca nos ha pedido permiso”. Él mismo había tenido una carrera notable como pintor en su juventud, con mucho éxito de crítica y público, pero lo había abandonado todo sin dar explicaciones. Llevaba veinte años sin tocar un pincel, dedicado solo a la enseñanza.
—Y ahora viene lo mejor  —dijo Valcárcel el entrar en la tercera sala, la más amplia—. La mayoría de estos cuadros sólo los he visto en foto. Para mí es todo un acontecimiento.
Yo me paré en seco. Se me escapó un silbido de asombro. Lo que había allí, incluso de lejos, era incomprensible. El impacto visual te dejaba anonadado. Como encontrar en una sola muestra un Bacon, un Picasso, un Mondrian, un Chagall o un Klee, sus mejores cuadros, compartiendo un mismo espacio. Era excesivo, sublime, de una belleza casi brutal. Yo tenía entonces veinte años escasos y no estaba preparado para aquello. El profesor me empujó suavemente con los brazos, me alejó de él, quería que lo viera solo, ya hablaríamos más tarde.
No sé cómo hablar de ello sin emocionarme. Cualquiera que dude sobre las posibilidades del género humano o los límites del arte debería ver una exposición de Wróblewski. Si el salto de la primera a la segunda época había sido enorme, la tercera resultaba sobrenatural. En solo dos o tres años, se había merendado el siglo XX, lo anterior y lo que vendría después. Una esponja de lo esencial, de la substancia, del eje sobre el que giraba y seguirá girando la vida.  “Madre con niño muerto” podía ser un icono de la pintura del siglo. Igual que “Sala de espera I. La cola continúa”. Cada uno de aquellos cuadros era único, excepcional, de gran relevancia para la historia del arte. Estar presenciando aquello hacía que te sintieras importante, privilegiado, humano, como un espectador de auroras polares, si en tu alma hubiera tal cosa.
El profesor Valcárcel me tocó el hombro, sacándome de la ensoñación. Me enseñó el reloj, como si se hubiera terminado la clase. Llevábamos en aquella sala casi una hora. Al verme tan emocionado, sonrió y me dio un abrazo.
—Este hombre murió a los 29 años. En un accidente, en las montañas Tatra. Recuerde siempre que hay gigantes que pasan a nuestro lado y apenas percibimos de ellos la sombra.
—¿Cómo es tan desconocido?
—Para usted ya no lo es, joven amigo. Tiene suerte, yo lo descubrí cuando ya era demasiado tarde para mí. Cuando el exceso de interpretación me dejó inválido.
—Yo nunca tendré una obra tan importante, profesor. Mis cuadros…
—¿Y usted qué sabe? ¿Cómo puede decir eso, si al entrar ya quería marcharse de esta exposición? ¿Qué siente ahora?
—Ganas de correr a mi estudio y…
—Y pintar un cuadro para el Museo del Prado…
—Como mínimo.
—¿Y a qué espera? No se preocupe, le subiré la nota para que no pierda la beca. Es más, le compro la mitad del cuadro que va a pintar antes que acabe esta semana. Le quedan cinco días.
Acepté y nos dimos la mano. El profesor Valcárcel me pagó el taxi y utilizamos la trasera del folleto de presentación de la exposición de Wróblewski para formalizar el acuerdo. Él quería poner mil euros, pero yo le dije que no exagerara y acordamos quinientos. De ese modo tan increíble se hizo con la mitad de los derechos de “Hombre seco en el páramo”. Cada vez que lo pienso…


Foto: Paula Arranz
Detalle de Sala de espera I. La cola continúa, de Andrzej Wróblewski.

Andrzej Wróblewski: Vilna (Lituania, antigua Polonia) (1927-1957). Exposición Verso/reverso. Parque del Retiro. Palacio de Velázquez. 17 noviembre 2015-28 febrero 2016.

Enlace: http://www.espacioluke.com/2017/Enero2017/taboada.html