El algoritmo expiatorio
Ahora nos parece
una tontería, pero cuando se extendió por el planeta el reloj de pulsera muchos
pensaron que era la personificación del mal, lo peor que le podía suceder a un
ser humano, el control llevado al extremo del autocontrol. Algunos presumían de
ser libres porque no llevaban reloj, no estaban esposados al tiempo, pero los
demás se sometieron a sus dictados y ya nadie volvió a tener justificación para
llegar tarde a ninguna parte. Desde entonces se pudo despedir al trabajador por
irresponsable, al novio por capullo o a
cualquiera por no respetar lo suficiente a los demás. Así la puntualidad se
convirtió en un signo de distinción, un rasgo de nobleza, aunque en principio
surgió de una esclavitud impuesta e indeseada.
Lo mismo está
sucediendo hoy en día con los algoritmos. En teoría son tan mecánicos como un
reloj, solo siguen una secuencia de órdenes prefijadas para obtener el
resultado previsto, sin embargo aumenta el número de personas que se resisten a
su implantación generalizada argumentando que son ellos los que controlan
nuestras vidas en vez de servirnos para llevar nosotros el control. Sin ir más
lejos, este año son populares los teléfonos arcaicos que solo sirven para llamar
y recibir mensajes de voz, sin injerencias personales ni intentos de venderte
una lavadora cada vez que conectas con tus amigos. Yo mismo compré en una
librería virtual un libro de metafísica hace dos años y desde entonces su
algoritmo intenta encasquetarme las reflexiones del Papa Francisco y los
desvelos de Santa Teresa.
Pero un
algoritmo no es un reloj, es algo más complejo. Nadie duda de que este mundo
informatizado dejaría de funcionar si se suprimieran los algoritmos, lo cual no
significa que sean inteligentes ni mucho menos inocentes. Detrás de su diseño hay ideología,
pensamiento tendencioso y en muchos casos simple conservadurismo. Aunque
Facebook afirme que el suyo no influye en nuestras opiniones, es un hecho que
sigue la tendencia infantiloide de ‘ni teta ni pito ni culo’, y suprime tanto
estatuas griegas desnudas como la prevención del cáncer de mama, donde una
mujer debe dar instrucciones empleando el cuerpo de un hombre porque el suyo
está prohibido. Quizá por eso es más que sospechosa la asociación entre el
algoritmo y el chivo expiatorio. Se usa en expresiones como ‘no convirtamos el
algoritmo en un chivo expiatorio’, que es como decir: ‘no nos toques los
algoritmos’.
En ‘Homo deus
(Breve historia del mañana)’, Y.N. Harari nos previene contra la tendencia de
proporcionarle demasiados datos personales al ordenador porque acabará sabiendo
sobre nosotros más que nosotros mismos y llegará un día en que el microondas se
niegue a calentarte el café porque eres hipertenso y tendrás que conformarte
con la tila con azahar que te prepara tan diligentemente. De este modo
tendremos individuos solo informados de lo que quieren saber dentro de su
burbuja de opinión, cómodos en su cámara de eco y subyugados por el sesgo de
confirmación que los convierte en consumidores pasivos de publicidad descarada.
Idiotas, en suma, cuya única capacidad será mover la cabeza como perritos de
salpicadero mientras fluyen los anuncios.
Ha llovido mucho
desde que Ada Lovelace ideó el primer algoritmo en 1841, y era fácil prever lo
que sucedería al pasarlo por el filtro implacable del capitalismo, que todo lo
pervierte hasta pudrirlo. Lo que iba a ser una solución para alejar a las masas
del trabajo duro en condiciones insoportables ha generado una sociedad en la
que las máquinas nos han robado el futuro porque ya no somos necesarios como
mano de obra. Sobran mujeres-coneja que
llenen el mundo de niños y sobran hombres soberbios que exijan alimentos: hay
que proporcionarles armas para que se maten entre ellos y de paso liquiden a
las mujeres. La culpa antigua la tuvo Eva por enrollarse con la serpiente y la
moderna la tiene Ada por soñar un futuro más humano.
Esta mañana me
he despertado paranoico perdido porque soñé que a Donald Trump lo había puesto
ahí el listo de Mark Zuckerberg como preludio de su próxima campaña electoral a
presidente de los USA. Soñé que ricitos de azabache se miraba en el espejo y se
decía ‘me gusto’ y ‘me encanto’ y su algoritmo le decía a través del azogue que
debía regir el destino de la humanidad por mandato de dios. Estaba tan guapo
como un césar romano al trasluz de la historia y nosotros (yo estaba en segunda
fila con una toga del Athletic de Bilbao), le vitoreábamos con un sonido
electrónico que no logré identificar pero tenía algo de hormiga o de abeja o de
carcoma comiéndose las vigas de la casa, no sé, algo chungo.
La pregunta es
siempre la misma: ¿Qué podemos hacer?, y la respuesta es evidente: exigir más
transparencia. Que se sepa al menos cómo nos joden la vida, aunque sea un
consuelo vano. Poder llevarlos ante los tribunales para que ellos y los jueces
se nos rían a la cara y de este modo verle el careto al enemigo. Si la policía
nos va a moler a palos, tener una consigna rabiosa que gritar, algo un poco más
sustancioso que los resultados del fútbol del fin de semana. Y poder quitarle
la pegatina a la cámara del ordenador, que necesitamos que Elon Musk nos
reconozca y nos seleccione para el próximo viaje a Marte, el único futuro que
nos queda.