miércoles, 29 de agosto de 2012

HORMIGAS


Hormigas

            Lo único vivo que me llevé después del divorcio fue un bonsái. Mi mujer me lo había regalado cuando estuvieron de moda y yo lo cuidaba relajadamente, sin manosearlo en exceso y con la secreta intención de dejarlo crecer libre de alambres y ataduras. Le llamaba Bonsi o Gingko, ya que pertenecía a esa especie de origen chino, uno de los árboles más antiguos del planeta, tanto que sus hojas no saben dividirse en dos y parecen un abanico de color verde tierno.
            Al regresar de un fin de semana me encontré a Bonsi muerto: un rosario de hormigas había entrado por el desagüe de la base y lo habían asesinado. Fui a la tienda de jardinería y me dirigí sin dudarlo a la estantería más psicópata. Había diferentes productos que explicaban en detalle su estrategia química contra las hormigas. Escogí uno que prometía, además de aniquilación, total ensañamiento. Era fácil, se deposita una dosis de polvo con aspecto de harina integral, la hormiga confunde el veneno con alimento y se lleva una porción al hormiguero, contaminando de paso a todos los amigos que se paran a saludarla y, ya moribunda, se lo entrega a su compañera de apartamento, que se lo sirve a las hormiguitas que están a su cuidado en el plato de la cena, cuando ven el telediario de las hormigas, y las hace estallar a todas en mil pedazos asquerosos. Justo lo que yo buscaba.
            Mientras esperaba en la caja, iba recitando como en la escuela que tener conciencia es de perdedores, y si al final dejé el bote de producto junto al aceite lubricante fue por razones económicas y porque el martillo tamaño hormiga me parecía suficiente. Era barato, y cuando acabe con ellas será fácil hacerlo desaparecer.

                                                                          de Silencios que me conciernen

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