Proximidad
Me cuelo debajo del paraguas con una suavidad que parece que voy pidiendo disculpas. La persona se sorprende, pero no retrocede porque yo me acomodo a su estatura, un poco más abajo, y le miro desde allí con un desvalimiento que le hace creer que sólo intento guarecerme de la lluvia unos instantes. Es tiempo suficiente para que el calor de los cuerpos comparta un mismo espacio, y en ese momento de intimidad enseño la navaja, la sonrisa implacable, el cabeceo resignado que indica la conveniencia de una rendición sin tonterías. Pocas veces es necesario ser explícito: Venga, dame la cartera, y cuando me obligan a decirlo el incauto paga su torpeza con un desvalijamiento completo y su documentación en un buzón de correos. Y encima le quito el paraguas. Es mejor, al menos yo disfruto más, cuando se resisten educadamente, cuando me insultan a media voz, cuando me amenazan con venganzas futuras, o cuando me recitan los clásicos urbanos para que les deje unas monedas: el juguete de gasolinera para ese hijo ya no tan pequeño que cada vez se distancia más, la caja de condones que la divina providencia le ha concedido inesperadamente esa noche de lluvia, compréndelo tío, y aquél que me suplicó que le perdonara cincuenta euros porque debía coger un taxi y alejarse de la zona para que su mujer lo recogiera en un sitio más luminoso y adecuado. Todos hacen un poco el ridículo, pero yo procuro ser amable con cualquiera que defienda lo suyo, y les agradezco con generosidad esas palabras que son casi la única compañía que tengo. Si la víctima me lo dice todo, aunque sea desde el miedo y el apresuramiento, aunque sea mentira, pasa a ser amigo mío y entonces le devuelvo la cartera. El dinero me lo quedo yo, porque no es bueno mezclar la amistad con los negocios.
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