jueves, 26 de diciembre de 2013
sábado, 21 de diciembre de 2013
PASTOR A LA INTEMPERIE-reseña
Presentación de Pastor a la intemperie de Alberto
Muñoz
Casa de Cultura Conde San Diego. Cabezón de la Sal. 20 de
diciembre 2013
Pastor
a la intemperie es un libro complejo, y para hablar de él no tengo más
remedio que retroceder en el tiempo. Hace aproximadamente
dos mil años, en la ciudad griega de Rodas, los escultores Agesandro, Polidoro
y Atenodoro esculpieron en mármol la obra que conocemos como Laocoonte y sus
hijos. En ella se representa al sacerdote Laocoonte, que juró celibato pero
consumó su matrimonio bajo la estatua de Apolo y además tuvo la desfachatez de
avisar a los troyanos de que el Caballo de Troya era una trampa, y por todo ello
dos serpientes marinas enviadas por Poseidón lo mataron a él y a sus hijos. Una
muerte horrorosa, venganza de los dioses, reflejada como nunca antes en una
escultura. Transmite el dolor físico y psíquico con tal precisión que lo hace
real. El historiador Plinio decía que estaba al nivel de todo lo esculpido e
incluso pintado hasta la fecha. Pero desapareció. Muchos siglos. Se pensaba que
era una leyenda. En 1506 reapareció, mutilada. El papa Julio II envió a
Sangallo y a Miguel Ángel a verificar el hallazgo. Se quedaron pasmados. Miguel
Ángel no volvió a ser el mismo. De allí salió el imponente Moisés al que su
creador le preguntaba: ¿Por qué no hablas? Al encontrar Laocoonte y sus
hijos, el arte acababa de recuperar uno de los eslabones perdidos que
dieron fin a la época clásica griega. Antes de esa escultura, de ese grupo
escultórico de tres figuras enlazadas, se representaban figuras serenas,
equilibradas, un arte para ser adorado, temido y como mucho observado, distante.
Pero en esta obra se pedía la presencia de un espectador, alguien que sintiera
la obra, que la viviera. La expresividad de Laocoonte, la perspectiva forzada, sus
músculos casi sombreados, su postura, su pelo, su barba… están en escorzo:
facilitan y exigen una manera de mirar. Por eso los personajes no están
muertos, no han muerto, están muriendo ahora. De este modo, al crear una
secuencia, los escultores fijaron el tiempo, al escoger como recurso un
escorzo, fundieron fondo y forma y, al añadir al espectador, triangularon el
espacio del arte. Desde entonces, Nosotros, que somos tiempo, que tenemos
mirada que interpreta, y que no sabemos hacer nada si no estamos vivos, somos
el principio, el sentido y el objeto del arte. Lo reclamamos como un derecho
natural, y a cambio tenemos que dar explicaciones. De hecho el arte que más se
ha desarrollado en los tiempos modernos es el arte de explicar el arte,
llegando a la obra máxima, la que sólo contiene su explicación.
Por este motivo antes de hablar de Pastor
a la intemperie, de Alberto Muñoz, es necesario situarse en un contexto
artístico amplio. En una dimensión poética no habitual. Por una parte es un
libro de poemas, pero por otra es una propuesta artística. Parece sólo un libro,
pero cuando lo abrimos nos encontramos a la derecha con un poema mecanografiado
y numerado, y a la izquierda el mismo poema, escrito con recortes de periódico
o revista en un collage que ha sido fotografiado. (Se nota la huella humana de
las tijeras, y no hay que descartar que se pinchó con ellas y sangró y se puso
una tirita). Son el mismo poema, pero no son iguales, ni en imagen ni en
contenido. La imagen está claro que es diferente, pero respecto al contenido hay
palabras cambiadas, versos movidos, comas o puntos que desaparecen. Modificaciones,
variaciones. El poema de la derecha, mecanografiado, parece ser una corrección
del poema de la izquierda. Posterior a él. Entre ellos hay distancia, tiempo
real. Y si se admite un antes y un ahora del poema, se da la posibilidad de un
después. El lector puede leer primero el de la derecha y luego retroceder, ahora
como espectador, a la imagen del Cómo lo hizo de la izquierda. Pero
también puede ir al revés y evolucionar en la misma dirección temporal del
poeta. Y a continuación, claro, debe comparar ambas versiones. Haga lo que
haga, avance o retroceda, estará jugando con el reloj que le acaban de regalar,
y, al tener que comparar, escribirá el tercer poema, un poema imprevisible
porque su fundamento es el salto. Si tenemos en cuenta que un poema se suele
presentar congelado en el tiempo, cerrado como una ostra, y que el lector es el
encargado de abrirlo con la fuerza de su razón, en Pastor a la intemperie,
al poder escoger entre varios momentos del mismo poema, en un tiempo flexible,
multiplicamos las posibilidades de acceder al significado, porque en alguna
posición la ostra estará un poco más abierta. Un detalle por parte de Alberto: generosidad
poética, pedagogía práctica. Primero ha creado una secuencia para compartir con
nosotros el proceso de creación del poema; luego nos proporciona un reloj para que
participemos creando un nuevo poema que amplíe el original, y el libro en su
conjunto, el concepto que encierra, triangula nuestra posición como lectores
implicados. Sin nosotros, no existe. Lo mismo que Laocoonte hace dos mil
años y, afortunadamente, lo mismo que antes de ayer. En 1963, el miembro del
grupo de arte conceptual Fluxus, Robert Morris, hizo una escultura que
es en apariencia una caja con sonido. Si te quedas lejos, no te enteras de nada
y te encoges de hombros, pero, si te acercas, puedes escuchar una grabación con
el sonido del serrucho cuando cortaba esa madera concreta, y puedes leer el
título que dice: Caja con el sonido de su propia construcción. Si más tarde te
acercas de nuevo a la escultura, oirás el martillo y quizás unos clavos que se
cayeron al suelo… La postura estética adoptada por Alberto Muñoz en Pastor a
la intemperie comparte este espíritu de la obra de arte conceptual: para
ser Idea Intensa, primero se convierte en Objeto. Un gesto muy valiente, pero a
un precio muy alto, porque significa quemar las naves antes de zarpar. Es
meritorio renunciar a la fijeza, tirar hacia adelante con un verso que no se
para quieto, saber que cuando el lector pase la página puede haber avanzado más
que tú… y tener el temple de controlarlo todo para atraer de nuevo al lector en
cada uno de los poemas… Decía Viktor Shklovski, formalista ruso, “El camino
tortuoso, el camino en que el pie siente las piedras, el camino que vuelve
atrás, ése es el camino del arte.” Pero ya sabemos que hay arte sin riesgo, ni
poesía sin cadáver. Por lo tanto, al entrar en el territorio del significado, lo
que dicen los poemas, nos vamos a encontrar con la fusión, muy bien
soldada, de dos disciplinas artísticas dentro de un discurso sin
contemplaciones. Versos vigorosos, ricos, duros. A fin de cuentas lo que vamos
a presenciar tiene el carácter ritual de un sacrificio humano, un sacrificio mental,
ofrecido paso a paso. Insisto, sin contemplaciones.
En el primer poema, sin ir más
lejos, comienza ya la demolición. No estamos en el exterior, sino en el
interior. Hay un poeta iluminado, a la intemperie del pensamiento. Por propia
voluntad, ha puesto en funcionamiento la mente, y su mente genera ideas que
delimitan su territorio. Es importante el dinamismo. Todo fluye con extremada rapidez.
¿Cómo
puede evitar la verdad
la luz que
descubre la melena del riesgo?
Ahora, manda
la palabra rabia cerca del mar
al lado del
transparente infierno.
Entra fuerte, con exuberancia
vitalista, confiando en el impulso como generador. Y, por si no ha quedado
clara su postura al presentarnos este libro en Este formato, lo grita bien alto
en el segundo poema:
¡Me
repugna perder inestabilidad!
Y en el cuarto:
palabras
que plasman el porqué
de la caída
de un turbulento fantasma
que busca
volver al lugar sin reglas.
Está claro que Alberto
quiere libertad, aunque sabe que es peligroso adoptar una actitud huidiza.
Además es consciente de estar comenzando, como dice, a Explorar el límite
falso del mundo. Menciona el Vértigo, el grito interior, el espejo, el
pecado y, constantemente, el riesgo. Pero la decisión es firme. Si de
verdad se arriesga es por:
la
excitante mutación que se refugia
en tu olfato
cuando madura expuesto
al dolor como
una masa de pan
Se nota que tiene
familiaridad con las palabras. Sabe darles forma, modelarlas. Ha tenido que
rajar mucho periódico para encontrarlas y conoce los vínculos que las unen a
los sentimientos. Incluso se permite bromas como la del poema octavo:
Empieza
con admirable seguridad la división
por afinidad
fructífera del riesgo.
Riesgo y división. En el siguiente
poema, el décimo, las presentaciones se terminan de repente. El desahogo
inicial no debe ir más lejos. Y se produce la primera confrontación seria entre
ambos lados. Alberto, en la izquierda, recortando palabras, escribe en el
noveno poema: El cuerpo prueba el equipaje de la soledad. Sin embargo el
Poeta, a la derecha, escribe: En su cuerpo se clavan las púas de la soledad.
O sea, una maleta de cartón contra una púa que se clava… Pero en realidad esta
dialéctica entre ambos ya lleva varios poemas sucediendo. En el quinto poema, por
ejemplo, Alberto dijo: Deja su obra despellejada, y el otro puso: Y
su obra late despellejada. Imagínate por un momento la obra en carne viva
latiendo… Está claro que Alberto es mucho más blando que el Poeta. Más blando Antes
que Después. El Poeta, que pule y perfecciona, está tirando de él, le pide con
insistencia que se deje de vainas, que se le ve el plumero. Más marcha. Alberto
replica:
Es
dolorosa la esperanza que empuja
hacia el frío
método del triste invento.
Buen corte. El primero del libro. El
poema once comienza con Un ineludible cambio de carácter. Alberto tiene
miedo a la rutina, la autocomplacencia. Después de las presentaciones hay que
entrar en materia. El viaje busca entonces un sentido, y para hacerlo utiliza
la evocación. Los símbolos que le proporciona la realidad: vivida, soñada o
culturalmente adquirida. Acuden entonces
los animales, y la infancia. Comienza una disección para buscar las herencias
de la vida, del pensamiento.
Hay
medusas dentro del espíritu
visionario
que acoge al enemigo.
Mientras
llega la transparencia,
resucita a un
buitre sin plumas,
Y,
más adelante, en el poema 15:
Fulmina la
suerte con sutileza,
explora el
corazón del lobo.
…
soñando el
niño que fui.
Los versos buscan La
brecha del tiempo, la huida hacia la nada para mantener
vulnerable el ser.
(Hasta aquí hemos
hablado de Alberto y de esa otra entidad llamada el Poeta pero, ¿qué pasa
conmigo? Yo soy el otro elemento de esta obra. Leo el poema de la derecha,
luego el de la izquierda, o viceversa, juego a buscar las variaciones, las subrayo,
y me demoro en cada poema un tiempo considerable. Me regodeo. El artefacto
funciona en mí. Facilita el deseo de comprender, incita mi curiosidad y de este
modo acentúa el Sentimiento. Vivo más cada poema. Desde luego, dos disciplinas
artísticas trabajando a la vez en mi favor, es una ventaja.)
Decía por tanto que huimos hacia la
nada para mantener vulnerable el ser. Pero no vamos agobiados, lo hacemos con
alegría. Alberto me da un codazo y dice, guiñando el ojo:
No es fácil
acuchillar a un dinosaurio
Alberto y el Poeta, y
ahora yo, que somos cuadrilla, nos movemos como príncipes del pensamiento en
este paraíso con elefantes, rinocerontes, un cisne negro, y nos sentimos muy
acompañados por esas ideas tan recurrentes. Relaja de tanto pensar. Somos…una
araña/ entregada a una cirugía caligráfica esencial. No sé… Demasiado
bonito para ser cierto. A mí me huele a peligro por todas partes. Me siento
como un tigre que comprende que ha caído en una trampa justo cuando el suelo empieza
a desplomarse. Y en efecto, comienza entonces la caída. En el poema 21:
Un disparo
sensorial surge silencioso
por una
esquina de la inocencia.
Ocurre que, en una distracción,
mientras la soledad buscaba consuelo con el juego de los símbolos, la urgencia
de la poesía, feroz agujero negro, que ya venía avisando al enfrentar a Alberto
y al Poeta, nos ha arrojado al abismo. De golpe, no hay otro modo. Iba
conduciendo yo, poema 27, y lo último que escucho es el grito de Alberto:
¡Ten cuidado
con las cunetas!
Tarde. Siempre es tarde. Y el Abismo
incluye sentir la caída y esperar el batacazo. No es como el Vacío, el Vacío
tiene su gracia, si te pones es de algodón, pero el Abismo está fabricado con
tu miedo, y te agarras y te rasgas y te rompes y al final te haces pedazos. Ineludiblemente.
No es recomendable el puñetero abismo abisal. Caemos, pues, en picado. Dando
manotazos y rompiendo palabras. Expresiones de la caída: Abismo interior,
Irresistible delirio, Senda de la desesperanza, La ciénaga, La herida de la
verdad, Los dientes de la verdad. Sus preguntas:
-¿Cuál es
la trayectoria oculta de la fascinación?
-¿Propicia la
gravedad del pánico
la
remodelación del signo?
Eso, ¿la propicia? Seguimos
cayendo, pasa junto a nosotros el poema 28. Comienza diciendo:
Partitura
de palabras en el año cero.
Hay un disco de un
grupo llamado Pere Ubú, que se titula Datapanik en el año cero. ¿Quiere Alberto
ocultar el pánico? ¿Tanto miedo tiene que se esconde detrás de un disco y mira
por el agujero? ¿Alucino yo, que sobre-interpreto el texto? ¿Importa? Voy a
compartir el porrazo, eso fijo. Y además, según caemos, Alberto está perdiendo
los papeles. No menciono los versos porque le temo a la Yacuza, pero le llama
pesadilla asiática a toda esa poesía… asiática, de libélulas, mucho incienso y
poco intenso, que en retorcido se dice: poca intensidad y mucha INCIENSIDAD.
Menos mal que en este libro hay caña, de tibia de pirata sonando en el cofre
del muerto, y el Poeta entra de nuevo en acción y le apaga los humos a Alberto
y si para él la poesía asiática es un canon, le da la vuelta y es la suya un
canon pasajero. Por faltar. Juegan a eso los dos, a distorsionarse. Yo no
me meto en peleas, que no me gustan, y no olvido que seguimos cayendo. En el
último verso del 28, una mujer camina en el alambre. Tiene cara de llamarse Solo
Palabra. Pasa hacia arriba el poema 29, lento, y Alberto dice:
El viento
sur aviva las lágrimas
y ya nadie
escucha a los caballos.
Qué triste. Oigo
perfectamente el No-escuchar. Un paisaje desolado en el que nada escucha. Llega
el poema 30 y estoy hecho polvo. Me implico demasiado, siento el peso de la
lectura. Menos mal que Alberto se apiada de mí y lo termina diciendo:
El aire
fresco suaviza el descenso
y, por
primera vez, el silencio
detiene el
tiempo.
Le tomo la palabra. Vamos a hacer un
paréntesis. Relajarnos. Meter un anuncio, o protestar. Decir que la Asociación
Gubernamental de Pastores no ha querido patrocinar Pastor a la intemperie y
ya se están arrepintiendo. Como yo de meterme en este libro, salir no va a ser
tan fácil. Acorralado por el verso. Miro el poema de la derecha y el de la
izquierda y apenas hay ya variaciones. No veo por ninguna parte a Alberto, ni
al Poeta, ni a mí. Aquí no ha quedado nadie. Aquí la vida es imposible. Tengo
que pasar de página.
¡Qué
triste desconcierto del corazón!
Dice Alberto en el poema 31. Pero no
levantamos cabeza. Yo, por mi parte, intento expresar ese tercer poema al que
aludía al principio, pero tengo dificultades porque, para hablar de un
poema, empiezo a utilizar sus palabras, sus versos, y me siento mal porque me
quedo corto si no escribo el poema completo, o sea, todos y cada uno de sus
versos. El libro se está cerrando sobre mí.
Camino ahora con los
pies de Alberto, me pongo sus alas negras. Como ya no se puede caer más
abajo del fondo, comienza inevitablemente la elevación. Pero este ascensor es
una chatarra, y el poema 33 insiste en que ascendemos con Los cadáveres de
uno mismo. Presiento que nos acercamos a una despedida. Comienzan a sonar
por la megafonía del ascensor poemas más cortos. Como ajenos a nosotros. Una
nueva condición, un reconocimiento. Alberto y el Poeta, que ahora se hace
llamar Muñoz, están de acuerdo en todo. Se
abren las puertas, hay ecos de una tormenta reciente. Estamos en el territorio
oscuro, en lo más hondo de la mente. Ante nosotros, gigante, la Palabra, como
un diamante negro. Sus bordes tallados iluminan el desconcierto. Alberto Muñoz
ha desaparecido. No me atrevo a seguir y busco ayuda. Saco a Borges del estante
y dice: Estoy solo y no hay nadie en el espejo. Qué majo: Gracias
por rematarlo, Maestro, ¡cuidado con el escalón! Entonces Borges Ciego y yo
caminamos sobre las aguas del Río de la Plata hasta llegar al mar. Seguimos al sol y cuando las olas son el
único horizonte, Borges golpea con su bastón la sal de las aguas. Se eleva
entre la espuma Emily Dickinson y exclama: ¡Ah, el Mar!/Pudiera yo amarrar
–Esta noche-/¡En Ti! Su apelación a la paradoja de lo inestable me devuelve
a Pastor a la intemperie. Buen libro éste, carajo, te hace cosas.
En el poema 35, se aclara el asunto.
Todo esto lo ha montado:
Un falso
pastor en el epicentro del sentido.
En el poema 36, comienzan las explicaciones
del artista. Qué canalla, él lo sabía todo. Ahora nos viene con que El alma
es tan real… Y lo que nos ha hecho, miserable, han sido Martillazos con
ternura… Qué poca vergüenza. Y encima no se le ve el pelo por aquí, se ha
escondido detrás de la palabra pura. Se ha largado, y le ha dejado la palabra a
la Palabra, precisamente. Qué insensatez. ¿No sabe que la Palabra desvela y
quita el sueño? Nosotros ignoramos, pero la Palabra sabe…
Extiendo ahora ante mí los siete
poemas siguientes, como notas musicales. No quiero leerlos de uno en uno. Ahora
soy yo el que tiene prisa. Lo hago, y entonces observo que todo el rato me he
referido a Pastor a la intemperie como un libro, pero yo estoy haciendo
este comentario semanas antes de que exista como objeto real. Leo fotocopias e
imagino que son un libro; pienso que paso la página pero en realidad muevo una
hoja, la cambio de montón en montón, o se cae al suelo. Qué raro es todo. Me
pregunto si sería acertado hablar de Poesía Hipodérmica. Los Siete Poemas que tengo
ante mí, hablan por sí solos, pero una grabación no sería capaz de
registrarlos. Es lo que tiene la poesía cuando, en palabras de Alberto: Traspasa
la frontera del fenómeno. Este tipo de poesía no se debe comentar, sería
como contarle a alguien que el asesino es el mayordomo. Hablar demasiado puede
ser un fraude. Y ya decía Voltaire que no hay mejor modo de aburrir a alguien
que querer contarlo todo.
Vamos a considerar el resto del
libro como algo privado, íntimo. En el poema 39 hay un parto: en la izquierda hay
una niña dispuesta al sacrificio y en la derecha su hijo dispuesto al
sacrificio. Hay que tener pudor, esto es ya teología. Juro por Lou Reed que
los poemas que quedan hasta llegar al 52, son magníficos. Todo el libro lo es.
Su propuesta artística lo logra, con creces. Pero hay que acercarse, como a la
caja de Robert Morris, hay que acercarse a la distancia de la piel. Hay un
poema de Guillermo Balbona, titulado “Y sin embargo”, en cuya estrofa final,
leemos:
Desmayado en
la caricia imposible
el escorzo de
la palabra
busca una
respuesta
que lleve
hasta tu nombre.
Creo que Alberto Muñoz ha conseguido
con Pastor a la intemperie colocar en escorzo todo un libro utilizando
un método interdisciplinar eficiente. Un valor añadido. Para finalizar me
quedaré, en el aspecto poético, con estos versos del poema 50:
No te
abraces al minuto
que la boca
del momento
te devora sin
descanso.
Y, en el aspecto
artístico, contaré aquel muy bueno de Saki: Iba Jesucristo caminando por el mar
de Galilea, de pronto se resbala y se rompe la nuca contra la cresta de una
ola.
miércoles, 18 de diciembre de 2013
PASTOR A LA INTEMPERIE de ALBERTO MUÑOZ-presentación
PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE POEMAS
PASTOR A LA INTEMPERIE de
ALBERTO MUÑOZ
Nº 3 de CANTÁRIDA POESÍA
VIERNES 20 DE DICIEMBRE
a las 19 HORAS
en la CASA DE CULTURA CONDE SAN DIEGO
de CABEZÓN DE LA SAL
Intervienen, junto al autor:
EMILIO CARRERA, editor
FIDEL DE MIER, Poeta
FRANCISCO TABOADA, poeta
con música de
MACUEL CABANIÑAS
PASTOR A LA INTEMPERIE de
ALBERTO MUÑOZ
Nº 3 de CANTÁRIDA POESÍA
VIERNES 20 DE DICIEMBRE
a las 19 HORAS
en la CASA DE CULTURA CONDE SAN DIEGO
de CABEZÓN DE LA SAL
Intervienen, junto al autor:
EMILIO CARRERA, editor
FIDEL DE MIER, Poeta
FRANCISCO TABOADA, poeta
con música de
MACUEL CABANIÑAS
miércoles, 4 de diciembre de 2013
EMPANADILLAS DE BONITO-La cosecha
Llegamos al rellano de la buhardilla. Mi madre me
había pillado jugando en el Puerto Nuevo y echaba humo. Sacó las llaves del
bolso, abrió, entramos, cerró la puerta y me sujetó por el cuello de la
camiseta. Dejé la compra en el suelo. Estaba completamente ida. Me pegó un
tortazo corriente, pero hice teatro y me dejé caer como un muerto sobre cinco kilos de azúcar de
rebajas que reventaron bajo mi peso y se extendieron por todo el recibidor. Me
quedé inmóvil en el suelo, fingiendo que no podía respirar. Mi madre se asustó,
quiso venir en mi ayuda y resbaló sobre el azúcar. Cayó de culo,
aparatosamente, y se rompió la costura de la falda. Desde el suelo, yo la miré
con una larga sonrisa.
—¡Me cago en tu padre...
Crío de mierda. Quítate de mi vista ahora mismo!
Sin
rechistar, me fui a mi cuarto, y la mala leche hizo que me quedara dormido.
Poco después, me despertó el sonido del timbre de la puerta. Había oscurecido y
olía a empanadillas de bonito. Salté de la cama y esperé a que mi madre pasara
junto a mi cuarto y me abriera. En cuanto lo hizo, sin hablarnos, fuimos a
atender la llamada. Mientras mi madre inspeccionaba por la mirilla, yo preparé
mi pose de chico duro, con los puños apretados y cara de perro. Ella abrió de
golpe:
—¡Qué pasa. Quién es. Nando, llévale esa cerveza
a tu padre!
—Ahora voy —dije yo, entre dientes, como teníamos
ensayado.
En el
rellano había un hombre desastrado, cubierto con una gabardina mugrienta y una
gorra con visera. Era un pobre, un mendigo. Su presencia no resultaba violenta
porque después de pulsar el timbre se había alejado de la puerta y la luz de la
escalera lo mostraba con claridad. Pero tenía algo raro.
—Buenas noches —dijo—. Perdonen que…
—¡Sabe usted qué hora es!
El mendigo se encogió ante mi madre.
Humilló la cabeza y desde esa postura nos observó unos instantes. Luego enseñó
las palmas de las manos.
—¿Me podría dar usted un plato de sopa, algo caliente,
lo que sea?
Mi madre le miró con incredulidad. El mendigo
se aproximó a la puerta, se despojó de la gorra que cubría sus cabellos canos y
nos miró con inocencia. Vimos sus ojos galácticos, su piel rosada.
—No soporto la luz del sol —afirmó—. Soy
albino.
—Los albinos sí soportan la luz del sol
—dije yo, porque yo era el listillo.
—No les miento. Nadie me da trabajo y tengo
que pedir limosna de noche.
Dudamos. Pero no podíamos dudar. Mi madre optó
por la retirada.
—De acuerdo, espere un momento. Voy a
preguntar a mi marido. Si tardo mucho, váyase.
Y
cerró la puerta, sin portazo pero con firmeza. Yo salí pitando hacia mi cuarto.
Busqué `albino´ en el diccionario, no entendía algunas cosas pero me hice una
idea aproximada, y por suerte me dieron otra palabra de regalo. Entonces busqué
`fotofobia´ y supe que al mendigo no solo le molestaba la luz sino que además
le hacía daño, característica que compartía con los vampiros.
Salí de mi cuarto con el diccionario
abierto y me crucé con mi madre, que llevaba en la mano un tazón de sopa con
trozos de filete del mediodía.
—Dice la verdad —informé. Ella asintió
con aprobación y una pizca de orgullo. Apenas abrimos la puerta, el mendigo
encendió la luz de la escalera. Mi madre le ofreció una silla y la esquina de
la mesa del recibidor, pero él rechazó la oferta. No quería ensuciarnos la
casa, comería sentado en las escaleras.
Y allí nos quedamos los dos, como
pasmarotes, viendo al mendigo cucharear la sopa. Encendí la luz de la escalera
en tres ocasiones, aunque el hombre no dejó de masticar ni un solo instante.
Para llegar al pulsador, yo tenía que desplazarme a oscuras hasta el centro del
rellano, pero en ningún momento tuve miedo. Sabía que los vampiros no comen
sopa. Mi madre le trajo una manzana grande, por si se quedaba con hambre, y el
mendigo se la metió en el bolsillo de la gabardina. Me entregó el tazón vació.
Luego se despidió con una inclinación de cabeza y un sencillo Gracias.
Cerré la puerta. Mientras mi madre terminaba
de preparar la cena, le hice compañía en la cocina, y comencé a leerle la
definición de fotofobia. Me pidió que me callara. Observé que estaba
restregando sin piedad el tazón de sopa con el estropajo de las sartenes. De
pronto se detuvo, y pude ver cómo lamía la cuchara sucia que había utilizado el
mendigo hasta dejarla inmaculada. Comenzó a llorar. Yo no sabía qué hacer y me
pegué a ella. Me abrazó. Luego intentó borrar con una caricia la marca del
sopapo y, entre sollozos, dijo:
—Dios mío, cuándo volverá tu padre de
la mar.
publicado en Revista Cantárida. Incluido, excepto la ilustración, en
LA COSECHA (Arte Activo Ediciones)
LA COSECHA (Arte Activo Ediciones)
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