Ceferino Dúo se miró en el espejo retrovisor. Se caló la
boina hasta las cejas, ensayó su mejor cara de aldeano despistado y metió la
primera. Bajo la piel, su calavera se reía como una condenada.
A unos cien metros, en la carretera general,
el semáforo limitador de cincuenta por hora se puso en rojo. Lentamente, con la
vengativa parsimonia de un octogenario que sabe que a pesar de su buena
salud no le van a renovar el carnet de
conducir, Ceferino salió a la calzada. Se situó justo en el centro, metió la
segunda y clavó el cuentakilómetros en un bochornoso y casi imposible treinta
por hora. La placa metálica que llevaba cosida al cráneo vibraba por la emoción
y enviaba a su columna vertebral órdenes codificadas. Separó la espalda del
asiento, entreabrió la boca, se aferró al volante como si le fuera la vida en
ello y... bostezó.
El primero en llegar fue el Ford Martini negro
que había enrojecido al semáforo. Rugía. Motor rectificado, aficionado
a los rallys, la víctima ideal. Se puso a su espalda y se le pegó tanto que
Ceferino llegó a ver la perilla afilada del conductor. Detuvo por completo el
coche ante la línea del semáforo y el otro pegó un frenazo chirriante.
`Será posible´, gritó la bocina del
Martini.
Ceferino negó con la cabeza. Alzó la mano
derecha fingiendo parquinson, señaló con un tembloroso índice acusador hacia el
semáforo y no se movió hasta que éste se puso en ámbar intermitente.
`Tranquilo,
Ceferino´ le dijeron la cervicales, ` ahora levanta el pie del freno,
embraga mal, a medias, haz una sonora rascada de marcha, nuevo embrague, esta
vez a fondo, acelera un poco, vete soltando el embrague y progresión lenta.´
El del Martini era un nerviosillo, buscaba un hueco y sofrenaba sus caballos a
golpes de volante.
`Quita
de ahí´, pitó.
—No hay tu tía —dijo Ceferino, y se pegó todo
lo que pudo a la línea continua —. Si tienes cojones, pasa por la derecha.
Entraron
en el corte de un desfiladero. Ante ellos la carretera se estrechaba hasta un
margen suicida, no había manera de adelantar. El del Martini sacó la cabeza por
la ventanilla, miró hacia atrás y vio el comienzo de una caravana en el cambio
de rasante, cada vez más cerca. Qué humillación. Golpeó con la cabeza el
volante y volvió a pitar.
`Te
apartes, coño´.
Ceferino quería correr. Se lo pedía el cuerpo,
aunque no todas sus partes se ponían de acuerdo. Sus órganos vitales, el común
denominador, las bases, estaban por la acción directa, aunque la placa metálica
de la cabeza siempre tenía la última palabra. Pertenecía a la funda de un obús
republicano, gracias a ella conservaba la vida, pero a cambio se había hecho
con el control del comité ejecutivo. La placa metálica era la coordinadora
general y su único oponente serio era la calavera, que atravesaba por una fase
payasa. La calavera disfrutaba asustándolo con la edad, convocaba a los gusanos
como si fueran gallinas y les decía pitas-pitas. La calavera estaba zumbada, a
Ceferino le convenía seguir en el bando de la placa metálica. Y la placa
indicaba que correr no era la estrategia adecuada.
Como
buen tapón de carreteras, en un alarde de estudiada desfachatez, Ceferino
estabilizó su velocidad en cincuenta por hora. Entraron en una zona de obras
peligrosa. El desfiladero se abrió hacia el cielo y mostró de cerca el abismo.
Los arroyos mutilados descendían sin orden por la montaña y enfangaban la
carretera. Ceferino se pegó al arcén. Por el carril contrario circulaban
gigantescos camiones amarillos que iban cargados con enormes pedruscos húmedos
y oscuros procedentes de las obras de ampliación de la autopista. En sus cabinas
elevadas llevaban diminutos conductores
con cara de no estar dispuestos a detenerse por cualquier motivo, ni de tenerlo
muy fácil con el suelo tan embarrado.
El
del Ford Martini pitó con impotencia. En el horizonte de la futura caravana
sólo había curvas cerradas, cambios de rasante, visibilidad nula y un barranco
de los de silbar al asomarse. Y así serían los siguientes doce kilómetros. Uno
a uno, se le fueron adosando nuevos coches, como vértebras inquietas de una
serpiente de cascabel. Al completar el primer kilómetro, la caravana contaba ya
con treinta coches, cuatro furgonetas, dos camiones y un isocarro del servicio
de limpieza de la zona. La mayoría tocaban la bocina, unos para activar la
marcha y los demás para que se callaran los otros. El aire estaba cargado de
insultos, amenazas y otras curiosidades. Una moto llegó hasta la altura de
Ceferino y el conductor le tocó la ventanilla: ¿le pasa a usted algo, tiene
una avería, se encuentra mal, pero es que no ve la que está montando? Por
toda respuesta, Ceferino aceleró hasta sesenta por hora, ni un milímetro más.
El motorista se encogió de hombros y continuó su camino. La cola era ya tan
larga que sólo se podía apreciar su tamaño desde el aire. Pronto llegaría el
helicóptero de tráfico con su megafonía de valkirias. Ceferino era feliz.
En
el kilómetro diez, el Ford Martini se jugó a la ruleta un siniestro total y
logró adelantar. Se dejó contra las rocas veinte mil de pintura y el doble de
chapa, más el guardabarros trasero y un
piloto aerodinámico encastrable que debía costar una pasta. Los fragmentos de
dicha temeridad quedaron en la calzada improvisando para la caravana una nueva
curva. Fue una advertencia para los demás penitentes, que automáticamente se
resignaron a su suerte. El kilómetro once se rodó en un silencio casi
religioso. Por la mente de los conductores circulaba la campaña televisiva de
seguridad vial, con sus cabezas cortadas, tripas al aire, ciegos, parapléjicos
y familiares llorando histéricos en la puerta de urgencias. Directamente del sol, surgió el helicóptero.
Traía la radio puesta a tope y desde los altavoces Julio Iglesias amenazaba con
amar a alguien. Ceferino salió inmediatamente de la calzada. Algunos coches
tardaron tanto en reaccionar que siguieron a sesenta por hora durante al menos
doscientos metros. A partir de ahí, comenzaron a quemar neumáticos como en una salida de boxes.
Ceferino
paró en el arcén. Borró de su cara la pose rural y comenzó a contar. Contó un
total de doscientos ochenta vehículos. Entrenado como estaba, supo calibrar por
la cara de desesperación y las miradas asesinas que le dirigían los conductores
el tamaño del perjuicio ocasionado. Les había robado media hora de sus vidas.
El helicóptero dio la vuelta y regresó al horizonte.
Cuando
la caravana se deshizo por completo, Ceferino abrió la guantera, sacó una
carpeta y extrajo varios folios repletos de gráficos. Durante un buen rato hizo
cábalas, cálculos exactos y aproximaciones estadísticas, y lo anotó todo. Luego
guardó la carpeta, se quitó la boina, se puso unas gafas de sol y sus mitones
de cuero con el logotipo de Porche. A una velocidad endiablada, regreso por un
atajo a su casa. Con una nube de polvo a su espalda, sintió vibrar la placa
metálica y todos los órganos ajustaron su marcha y las bases cantaron a coro el
No Pasaran.
—¡Soy
eterno! —gritó Ceferino, y la calavera se descojonó hasta preocuparle.
Al
llegar a su casa, puso al fuego la purrusalda y en un acto de rebeldía contra
su salud se sirvió tres dedos de orujo. No había terminado de beber cuando llegué
yo.
—¿Qué
tal, abuelo?
—De
cojones. Muera la dictadura hepática. Abajo el licor y viva el aguardiente.
—Ya
veo. Hoy tocaba cobrar la pensión republicana. ¿Cuánto les has sacado a los
fachas asquerosos?
El
abuelo Ceferino abrió la carpeta con orgullo. Colgué la chupa en la silla, le
pasé un brazo por los hombros y miramos
el gráfico.
—Como
puedes ver, en este glorioso día le he ocasionado al perro mundo capitalista un
gasto de doscientas cuarenta y cuatro mil doscientas pesetas.
—Bien hecho, abuelo. Resistencia civil. Pasar,
pasarán, pero no gratis.
—Así
se habla, Fernando. Organiza tu odio.
La cosecha, pag. 13