Fragmentos del texto leído en la
librería Zuloa de Vitoria-Gasteiz el 5 de marzo de 2015
El mar. Hace
ahora seis años, mi compañera Paula Arranz y yo nos trasladamos a la costa.
Habíamos vivido trece años en una casona del interior, queríamos regresar al
mar, necesitábamos un poco de tranquilidad. Veníamos de una mala experiencia,
era por tanto urgente demolerlo todo, despedazarlo y arrojárselo a los
cangrejos. Mi manera de hacerlo fue escribir Palabras dactilares, mi
libro anterior de poesía, donde comenzaba esa demolición utilizando las
palabras hacia las que siento mayor afinidad, a la vez que trazaba un plan para
buscar el conocimiento como único consuelo. Por su parte, Paula sacaba fotos en
Somo y sus alrededores. En ellas había insinuaciones de vida en la arena, viajes
indefinidos en el embarcadero y sobre todo personas caminando por la playa reflejadas
en los charcos de la marea baja. Cuerpos distorsionados, amorfos, como si la
única presencia válida de lo humano fuera su reflejo. También había pájaros extraños
arañados por las olas en la arena fangosa del Puntal de Somo. La Bahía nos
facilitaba a los dos la búsqueda de lo primordial, regresar al principio, mirar
cualquier pasado como un espectro. Las fotos y los poemas se sucedían a un
ritmo terapéutico. Pero la vida sigue, y después del instinto llega la calma. Paula
terminó su serie de fotos titulada “Marea baja” y siguió con su búsqueda de lo
humano en distorsión. Por mi parte, una vez publicado Palabras dactilares,
que era un libro de impulsos y de tormenta, debía dar el siguiente paso para
adentrarme en el conocimiento y surgió un poema que me indicaba el camino:
Aquí vivo yo
en el interior
de nosotros.
En la frontera
de carne
que separa la
tierra firme
de la razón del
pantano
de conocimiento.
Donde Charlie no
hace surf.
Del mismo modo que las fotos de
Paula despojaban de su concreción a las personas, dejando fuera al referente, los
poemas de Frontera de carne se fueron agrupando por su despojamiento de
la realidad, su cualidad de eco de la vida, recuerdo fragmentado, escombro todavía
latente de la memoria. Era por tanto lógico reunir poemas y fotos en un mismo
espacio, porque ya era un espacio compartido, y colocarlas en pequeñas
ventanas, para vislumbrar sin imponerse, como los poemas, que dejan un gran
espacio en blanco para el silencio.
El vértigo. Una
de las primeras palabras que quise conquistar en mi vida fue Vértigo. Yo era un
niño salvaje, con problemas, a los seis años me castigaron por pasearme con las
manos en los bolsillos por el alero del segundo piso de mi escuela y me
justifiqué diciendo que sólo quería saber lo que era el vértigo. Casi me echan
de la escuela, y tuvo la suficiente importancia para que la palabra Vértigo
fuera una de mis primeras palabras dactilares. Aprendí que la mirada mareada,
con el añadido de un encogimiento de estómago, provocaba la orden de agarrarse
a algo y alejarse del borde. A veces, cerraba los ojos e intentaba sentir
vértigo con los ojos cerrados, pero no conseguía resultados concluyentes. Veinte
años después, comencé a volar en parapente. Recuerdo las primeras clases con los
músculos muy tensos: los humanos no vuelan, volar es peligroso, te vas a matar.
Y recuerdo también a la instructora, Julia, señalando con dedo hacia el borde
del acantilado de la playa Salvaje, en Sopelana, y diciendo: “Las personas
normales llegan hasta ese límite y retroceden. Vosotros, tenéis que ordenarle a
vuestro cerebro que anule ese mecanismo de defensa y, justo en el momento en
que deberíais retroceder, hay que saltar. Saltar y confiar. Confiar en que sobre
vuestras cabezas hay un parapente desplegado, un ingenio humano fabuloso.” Es
un buen argumento, lo suficiente para que saltes y alces el vuelo. Tus ojos se
vuelven niños por emergencia, casi con desesperación, tienen que aprender la
distancia. Tus ojos de pájaro. Estás conquistando una dimensión prohibida, lo
arriesgas todo, pero confías en el constructor del parapente y en la nobleza
del viento. Es demasiado maravilloso volar como para pensar en el miedo. Así
las palabras, así el verso.
Hablas
y confías en los cientos, miles de años que llevan funcionando esas palabra,
palabras de otros, palabras de tus antepasados, de tus coetáneos, palabras
muertas y vivas, expuestas al tiempo como tu parapente al viento. Palabras
tuyas, como tu vuelo, único, personal. Tú no piensas en el parapente, vuelas,
igual que sientes la sustentación de las palabras, ese sustento, y haces
versos. Es el vértigo de ojos cerrados que buscaba desde niño. Pero quizá,
quién sabe, fue necesario volar físicamente, sentir ese vértigo real, para
saber reconocer en las palabras, en las combinaciones insólitas del verso, ese
mareo, ese hueco en el estómago que indica que el borde está muy cerca. O al
menos siento esa ilusión, como un iluso, tal vez, pero el borde también es
ilusorio, ¿no?
El salto y la
espera. Tuvimos un perro llamado
Bosco, grande, fuerte, listo, el mejor perro del mundo. Era un pastor vasco del
Gorbea y vivió con nosotros 15 años. Lo que más le gustaba era correr, y lo que
más me gustaba a mí era verle correr. Me traía piedras para que se las tirara y
yo lo hacía, pero a veces en falso, y me guardaba la piedra. Era fascinante ver
todo su cuerpo en tensión disparándose en dirección a una piedra invisible y
frenar en seco y regresar y tensar de nuevo cada músculo, todo en menos de un
metro cuadrado y en un par de segundos. Pura
energía, motor inmóvil, como una cuerda primordial vibrando, la posibilidad
latiendo. Cuando me ponía a escribir, él se tumbaba a mi lado y esperaba; o esperaba
antes y entonces yo me ponía a escribir. El Bosco murió dos días después de la
presentación de Palabras dactilares, de manera que su ausencia impregnó
los poemas de Frontera de carne, los iluminó. Allí donde las palabras se
tensan y vibran y están dispuestas, donde el conjunto se sitúa en el Instante
Antes del Salto, donde la Espera es una cualidad elevada, sonora, allí está el
Bosco, pidiendo que le tire una piedra invisible, unos versos, para ladrar
diciendo: Eso no es nada. Nada de nada.
Tira otra vez. Así la poesía.
También tuvimos un anillo singular, lo
trajo Paula de Estambul. Se compone de cuatro piezas. Montado, es un anillo
normal, de oro, con una filigrana bastante bonita en la parte superior.
Desmontado, son cuatro anillos diferentes, encadenados. No se puede ejercer
presión sobre ellos, ya que si juntos forman un anillo fino separados son
apenas un hilo. Es un rompecabezas delicado. Venía montado, lo desmontamos, y
tardé una semana en volver a montarlo. Cada día jugaba un rato con él, lo
acariciaba, especulaba, intentaba resolver el enigma. El día que se montó, lo
hizo él solo. Yo lo estaba manipulando,
las piezas se juntaron con suavidad y ya estaba resuelto. Por supuesto, lo desmonté
de inmediato, como si no lo mereciera. Tardé varias horas en volver a lograr
que se montara, él solo. Yo intentaba seguir la secuencia, y lo lograba hasta
llegar casi al final, pero había un punto en que me perdía, en que la
dificultad para sostener en la punta de las yemas de mis dedos cuatro anillos engarzados
creaba tal batiburrillo de oro, uñas, dedos, que antes de unirse yo tapaba el
conjunto y, cuando estaba oculto, ejerciendo la presión adecuada, lograba el
objetivo. También observé que en ese momento, dejaba de respirar, contenía el
aliento. Así también la poesía.
El tiempo
detenido. Decía Víctor Hugo que un poeta es un mundo encerrado en un
hombre. Por eso en Frontera de carne no hay un exterior, la vida real, y
un interior, YO. Eso quedó sepultado en Palabras dactilares. Aquí todo
sucede en el interior. En un lugar donde es posible ser idea de hueso, carne de
formulación, palabra congelada como un junco de cristal al viento. Un lugar
donde la palabra es lo único, y es tanto, que tiene incluso lugares oscuros
donde encontrar antiguas resonancias poéticas, cachos de palabras, por si estás
desesperado y necesitas balbucir algo. Donde un sueño es un suceso y un hecho
es un montaje. Repleto de palabras remendadas, débiles, frágiles, añicos de
memoria esforzada conviviendo con ideas puras que no tienen dedos y nunca han
tocado la vida real.
Cuando llegas a la Frontera de
carne, la memoria comienza a desprenderse. Das un paso, y tus recuerdos se
deforman. Das otro paso y se comprimen. Das el tercero y saltan a tus pies
convertidos en formulaciones verbales. Hay algo en ellas que contiene el olor,
el sabor, el tacto… la nostalgia de la materia que fueron. Eso las convierte en
versos. Y un verso es un ser desesperado buscando compañía. Si la consigue, y
es la adecuada, se crea un poema. Y un
poema es un acontecimiento. En la oscuridad de la mente surge como una chispa
que durante un instante permite vislumbrar algo. El poeta aporta un recuerdo,
el lenguaje el mecanismo de compresión y lo vislumbrado es NOSOTROS. La palabra
común. El origen de lo que somos. De lo que Somos capaces de decir que Somos.
La fuente de nuestra incertidumbre. El poema establece una conexión entre el Yo
y el Nosotros y la comunica. Aunque lo único comunicable es la Búsqueda. El
intento. La constatación, con hechos poéticos, de que ahí hay alguien implicado.
Poemas son razones.
A mi entender, todo poema que
intente trascender y elevarse a la categoría de hecho de la mente, hecho
destacable, debe ser como una meditación. Debe progresar desde su fe inicial,
su deseo de existir, la potencia de empuje, la reflexión serena de su progreso,
el ensimismamiento, hasta llegar a la suspensión momentánea del tiempo. Hay que
asistir a le génesis del poema en el poema mismo, y dejar de respirar para
escuchar lo que tiene que decirnos. No porque sea verdad, sino porque es
cierto. Está sucediendo en ese momento. Y alimenta. Puede tener más o menos
nutrientes, pero sirve para comer. Hay que contemplarlo con la misma reverencia
que a una brizna de hierba, ese panel solar flexible de diseño tan prodigioso. Lograr
un poema que tenga la contundencia de una brizna de hierba es un objetivo que
merece la pena.
Pero es sabido que los pájaros no
son buenos ornitólogos, y la poética de un poeta, sus explicaciones, con
frecuencia no tienen nada que ver con los resultados, no son reales, pertenecen
al mundo de la fantasía, la filología, y otras ciencias ocultas. Sin embargo el
poeta las necesita para equivocarse más a fondo y así poder continuar. Porque
hay un drama. La conciencia de uno mismo es un drama. La conciencia de la
muerte es un drama. La conciencia del límite es dramática. Y además el
pensamiento no da tregua, insiste, se resiste, no se rinde, no lo deja, es tan
obstinado que hay que echarle poemas a ver si se calla. Menos mal que la Palabra
está de mi parte. Confío en ello.