Últimamente
la imagen de la realidad tiene más presencia en nosotros que la realidad misma.
Todo lo fotografiamos o lo grabamos y al momento lo compartimos, de modo que
llegamos a las cosas con una sobredosis de superficie que invalida cualquier
intento de penetración, de relación. Ya no tratamos con los objetos salvo para
sacarles una instantánea que confirme su existencia, lo que nos transforma en
meros registradores de la vida más que en seres vivientes. Es normal, estamos
pasando por una fase infantil de deslumbramiento tecnológico, agigantada por internet
y, por ejemplo, volvemos de las vacaciones con doscientas fotos de conchas marinas
y ninguna en la maleta. Con el tiempo se nos pasará, igual que mi abuela dejó
de saludar al hombre del telediario, pero en este periodo de tránsito estamos
sufriendo algunas alteraciones graves de conducta. La más significativa es un
progresivo alejamiento de la realidad física, un extrañamiento, porque la
imagen grabada nos resulta más accesible, más fácil, no nos obliga a
implicarnos, de manera que cuando nos vemos obligados a tratar con la realidad en
directo, nos resulta ajena, agresiva y, lo que es peor, decepcionante. O sea,
llegamos a creer que un objeto real es la versión pobre del que aparece en
pantalla.
Renegamos cada vez más de la realidad física, y
así permitimos que el espejismo virtual domine nuestro paisaje y nos imponga sus
normas. Ya no nos movemos sin el móvil, que nos dice dónde estamos, cómo llegar
al lugar al que nos dirigimos y, si alguien mira en su interior, también le
dice quiénes somos. Si por desgracia perdemos nuestros archivos sufrimos
amnesia, y miedo. Pero no nos importa. Hemos aceptado que parte de nuestro
cerebro resida fuera del cuerpo con la misma resignación que aceptamos la
imprenta, la máquina de vapor, la radio, la tele, o la bomba atómica. Es
demasiado grande para nosotros, está cambiando el mundo, adoptemos pues el
papel sumiso que nos corresponde. Entreguemos nuestra biografía, nuestra
intimidad, antes sagrada, a un dispositivo electrónico sin tener garantías de
que no lo utilizará en contra nuestra. Para controlarnos. Para que otros nos
controlen. Para vendernos algo. Acaso nuestros propios recuerdos, si los
perdemos, o si nos los roba un ladrón de
memoria, que todo llegará. Sabemos que detrás de todo esto hay seres
humanos y precisamente por eso conviene desconfiar. La experiencia es un
escudo.
Al igual que en
otras épocas, estamos desvalidos ante el nuevo fenómeno que todo lo transforma,
una zancada del progreso que nos obliga a dejar atrás una parte substancial de
lo que somos y a cambio sólo nos ofrece promesas, aire. Como entonces, hay
conflictos y guerras, causadas o asociadas a un descubrimiento de esta
relevancia, porque lo antiguo fricciona con lo nuevo como las placas
tectónicas: lenta e irremediablemente. Que nada volverá a ser lo mismo es el
indicativo de su poder. Sin ir más lejos, gracias a la tecnología y a la
difusión instantánea de internet, la zona oscura de la realidad se ha desvelado
y hemos podido comprobar que muchos de nuestros dirigentes políticos y
religiosos eran más miserables de lo que sospechábamos, pero, como
contrapartida, la proliferación de tanta
basura humana nos ha manchado a todos y nos ha vuelto sospechosos. Con la
disculpa de vigilarse a sí mismos van a vigilar a la especie entera, estrategia
tosca pero eficaz que te enseñan en cualquier universidad exclusiva con el lema
en latín: No es nada personal, sólo son
negocios. En un mundo semejante, las posibilidades de que nuestros datos
nos salgan por la culata son todas. Se habla demasiado de la web profunda para que sea solo un rumor
o leyenda. No iban a dejar algo tan importante en nuestras manos… El caso es
que no disponemos de mecanismos de defensa que nos protejan para lograr que el cambio sea gradual, asumible,
humanamente aceptable. Tenemos la sensación de que la realidad nos va a pasar
por encima, hagamos lo que hagamos.
Pero hay que ser
cautos, desde que el Progreso es nuestro dios y señor, y discutir sus avances
un anatema, ninguna mente democrática practicante debe proponer sistemas de
alejamiento de la creencia. Y mucho menos organizarse en torno a la deserción.
Eso sería involucionar, ser un retrógrado. Nada de desconexiones terapéuticas y
paraísos sin cobertura, aunque no esté
en juego correr como una locomotora o volar como un pájaro sino nuestra propia inteligencia.
Y hablarle de inteligencia a un ser humano es pinchar en hueso. O debería. Ya
hemos abaratado la vida para hacerla más asequible, todo es de plástico y se desmenuza
entre las manos justo después de pasada la garantía, pero ahora nosotros somos
el objetivo. Si por dejadez o tontería despreciamos la realidad física en favor
de una imagen grabada, la existencia misma será un decorado de cartón piedra y
cualquiera podrá cambiarla sin que podamos evitarlo, porque no la veremos,
entretenidos en el limbo virtual. Es un precio demasiado elevado. Quizá por
ello está surgiendo una necesaria añoranza de lo real, nostalgia del verdadero
tacto de las cosas, para no perder el anclaje antes del cambio inminente.
Hay que decir en
favor de la realidad, aunque nos resulte escasa y decepcionante, que sigue
siendo el origen de las cosas. Que esa luna tan enorme, de ciencia ficción, que
aparece en nuestras pantallas, está sacada con objetivo. Que perdernos tanta
belleza es una infamia. Que en el otro lado sólo hay datos, nada más que datos.
Y a día de hoy el ser humano no se puede reducir a simple información
codificada. No hay más que ver el ridículo que hacen cada vez que nos presentan
un robot y se rompe la crisma al tropezar con un bordillo. Es una máquina, le
falta alma, pensamos, o que su madre lo vista de domingo y le echen la bronca
por no mirar dónde pone los pies. Los programadores olvidan la esencia y
pierden perspectiva: nosotros somos sensoriales y estamos juntos. Tenemos
sentido porque sentimos. Además de una estadística, como pretenden nuestros
gobernantes, somos manos y brazos y corazón, incluso amamos, aunque no nos
llegue el presupuesto para hacerlo. Vamos ciegos, pero cogidos de la mano. Hemos
sobrevivido a cambios peores porque sabemos adaptarnos. Hasta nos permitimos la
injusticia de ser optimistas en estos tiempos. Cuánta ingenuidad.
Publicado en El Mundo-Cantabria 27-9-2015
Foto Jesús Ortiz