Alberto tenía entonces diez años y
estaba pasando unas vacaciones horrorosas en el pueblo de sus padres. La culpa era
de los suspensos y de su inmediata consecuencia: los trabajos de verano. Cinco
cartillas gruesas que le obligaban a
repasar el programa completo de cada asignatura. El estudio le ocupaba la mayor
parte de la mañana, pero no cumplía, y después de dos semanas buscando
disculpas para mirar por la ventana su madre le había castigado a no salir si
no terminaba todos los ejercicios correctamente. Se los revisaba a diario, le
reñía, le decía que debería darle vergüenza repetir el curso por ser tan vago y
distraído. Llegó el día de la Feria y el
castigo quedó lógicamente suspendido.
La Feria era la única fiesta en sesenta
días de vacaciones y en otros tantos kilómetros a la redonda. Estaban en la
casa de los abuelos, en una aldea remota, a una hora de autobús del festejo.
Era el acontecimiento familiar del verano. Poco antes de salir, sólo por llevar
la contraria, Alberto comenzó a protestarle a su madre diciendo que a él el
gasoil le mareaba, que a él tanta vaca, y tanto cerdo, y tanto queso...
—¿Te importa que no vaya?
—¿No quieres ir?
—Estoy cansado de estudiar. Si descanso un
poco... en la Feria hay mucha gente.
Era la primera vez en su vida que Alberto
pedía quedarse solo. Su madre le preguntó si se encontraba bien, pero le dijo
que no había ningún problema porque su tía se quedaba en casa. Unos minutos más
tarde, se marcharon todos. Su tía fue muy escueta:
—Eres libre, haz lo que te dé la gana. Pero
luego no te quejes.
—No lo haré. ¿Me puedes cortar un poco de
jamón?
Su tía le preparó un bocadillo enorme con
un cuarto de hogaza de pan. Alberto se alejó de la casa trotando y pegando
alaridos. Llevaba caminando un buen rato cuando le entró el hambre. Decidió
sentarse a comer. Estaba entre árboles y buscó un claro. Desde allí no se veía ya
la casa, ni ninguna otra alrededor. Comió la mitad del pan y una loncha de
jamón. Luego corrió sin dirección, saltando ramas, arroyos, charcas fantásticas
que no habían sido holladas por las omnipresentes vacas. Pasó el día como un
pionero feliz al que espera por delante todo un continente. Cuando el sol comenzó
a caer se sentía lejos, más lejos que nunca en su vida. Y no quería volver.
Alberto tenía una gran memoria y,
mientras pensaba en no volver, en abandonar a sus padres, a sus hermanos y
tirarse a la bartola por el ancho mundo, sus pies le conducían de regreso a
casa. Lo sabía, pero no se resistía ni le extrañaba porque nunca obedecía órdenes,
tampoco las suyas. Había sin embargo algo nuevo, inaudito para él. Durante el regreso
estaba escogiendo los caminos fáciles: la parte más estrecha del río, la bajada
razonable entre dos rocas, el árbol sólido y fiable en vez del traidor que se
cubre de maleza. Tenía cuidado de no hacerse daño, que al menos esta vez no
hubiera peligro, ninguna novedad que contar. No había nada más emocionante que
hacerse cargo de sí mismo.
Llegó
a las proximidades de la casa cuando empezaba a anochecer. Se oía el bullicio
de la gente que regresaba de la Feria. Se sentó a esperar, escondido entre los
alisos, en una curva del río que delimitaba la propiedad. Esta vez no buscó
ranas, no tiró piedras a los peces, no importunó a nadie con su presencia. Se
limitó a mirar cómo pasaba el agua y a ver cómo iban llegando a la casa los
miembros de su familia. Venían cargados de regalos para los abuelos: gallinas
nuevas, varios conejos, una tinaja grande y dos cestas con cosas envueltas en
papel de periódico. Su madre también entró, pero salió un minuto más tarde y
gritó su nombre. Cuatro o cinco veces.
Alberto salió de la espesura y caminó
sin prisa hacia ella. Le costaba moverse, se sentía más alto, la ropa más
estrecha, como si acabara de pegar un estirón. No echó a correr como era
habitual. Saludó de lejos, con la mano. Al llegar a su altura, antes de que
ella dijera nada, preguntó:
—¿Qué tal en
la Feria, lo habéis pasado bien?
—Sí,
estupendo. ¿Y tú?¿Qué has hecho?
—Estar solo.
Su madre
sonrió, feliz.
—Ya era hora.
Alberto pensó que iba a abrazarlo,
pero se quedó mirándolo con curiosidad:
—Pareces más alto.
—Sí.
—Tendrás hambre… voy a hacer tortilla
de patata. Hay que ir al gallinero.
Ella entró en casa y le entregó la
cesta de los huevos. No le dijo cuántos. No le dijo que tuviera cuidado de no
romperlos.
publicado en Revista Cantárida
foto Paula Arranz
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