Todo iba bien. Irene se había estabilizado. A principios
de julio sacó el título de Arte Dramático, durante el verano afianzó la relación con su novio, Román,
buscaban casa, y a finales de octubre los contrataron juntos para hacer de
Miranda y Fernando en La tempestad, de Shakespeare. Los ensayos fueron perfectos. Sin problemas.
La noche anterior al estreno, Irene y Román estaban tan
nerviosos que practicaron el sexo hasta caer rendidos. Al despertar, ella se
encontraba demasiado calmada. Cuando llegaron al teatro, su aplomo llamó la
atención del director, que alabó su actitud madura y profesional. Los dos
primeros actos fueron brillantes: cuando Irene salía a escena representaba una
Miranda tan alucinada e ingenua que el patio de butacas crujía con ganas de
aplaudirla. En el tercer acto, sin embargo, hubo una trasformación, se la veía
oscura y enfrentada a su papel. Entre bastidores se preguntaban qué le estaba
sucediendo. Llegó el momento en que Fernando le declaraba su amor y le pedía la
mano: He aquí mi mano. Ella debía
responder: Y la mía, con el corazón
dentro. Pero Irene no dijo nada. Se quedó quieta, como sorprendida,
enfadada, pensando. Después de cinco segundos eternos dijo:
—Pero eso no puede ser… ¿No ves que estoy enferma?
Román enmudeció. No sabía de qué le estaba hablando.
Tardaba en reaccionar, se saltó su frase, tuvo que salir en su ayuda el actor
que hacía de Próspero: Ella enferma de
amor y él mudo al saberlo, ¿quién
puede entenderlo?, dijo antes de recitar apresuradamente el último
fragmento de la escena para que cayera el telón. Román y un miembro de la
compañía se llevaron a Irene al camerino. El médico no tardaría en llegar.
Publicado en Photowriting
Foto Paula Arbide
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