Grúas como jirafas
Estaba haciendo el
seguimiento de una noticia y sentí un agujero en el estómago. Trataba de los
muertos de la Guerra Civil, los republicanos vilmente fusilados, pero lo hacía
en un tono tan panfletario que me había puesto nervioso. Llevaba un rato largo
buscando enlaces, había encontrado un artículo casi réplica del original y otro
en inglés que a su vez copiaba a los
anteriores. Lo raro es que la noticia matriz no ocultaba que los hechos habían
sucedido hace seis años, en 2010, en La Pedraja (Burgos), aunque presentaba
como actual algo que sonaba a refrito de hemeroteca. Sospechaba que el autor no
jugaba limpio, las piezas encajaban tan bien que encajaban mal. No podía ser
tan sencillo como sacarlo a colación solo para denunciar que Rajoy les había
quitado a los familiares de las víctimas las subvenciones, las mismas que antes
les había entregado generosamente Zapatero, obligándoles a pagar de su bolsillo
la exhumación de los restos cadavéricos. Lo de siempre: el expresidente
luminoso contra el oscuro presidente en funciones, la memoria debida frente a
la desmemoria arrogante, los buenos y los malos sin matices, como en los tebeos.
Era un artículo que diciendo la verdad parecía estar mintiendo. O metiéndola
doblada.
No me gusta que jueguen
conmigo, me provoca ansiedad, el médico me la tiene prohibida, así que detuve las pesquisas antes de cabrearme
demasiado. No razono bien cuando las tripas me recuerdan mi vacío interior, esa
falsa metafísica que ya en el Quijote se asociaba con el hambre, así que fui a
la cocina para comer cualquier cosa. En la nevera tenía varias opciones:
chorizo, salchichón, paté… pero el titular de la noticia hablaba del hallazgo
de un corazón preservado del olvido en una fosa común, y en el interior del
artículo había 45 cerebros convertidos en jabón por un proceso llamado saponificación.
Por asociación simple deseché las rodajas coloradas y el paté marrón, nada de fiambre,
nada de carne. Busqué en el armario, pero sólo me quedaba una lata de sardinas,
en tomate, que es como la sangre. Mis pensamientos me estaban acorralando. Necesitaba
salir de casa para buscar comida, y airear la cabeza.
Pero ciertos temas
son tan difíciles de olvidar como el hambre, que interfiere cualquier pensamiento
con tal de conducirte a un plato de comida. Te enredas con la Guerra Civil y te
ahorcas con tus propios argumentos. Es algo dañino, una herida purulenta, una
fuente inagotable de odio, un virus contagioso que hace lo imposible por
reproducirse, pasa de generación en generación, todavía sigue habiendo dos
bandos que antes se lanzaban bombas y ahora se arrojan los cráneos de los muertos.
La Guerra Civil es el buitre de nuestra bandera. Una lacra nacional que jamás
será esclarecida por el mismo motivo que el himno no tiene letra, porque aquí
es mejor callar. Hay leyes pactadas para mantener la boca cerrada. Una espada
de Damocles que la Transición puso sobre la cabeza de la democracia, amenazando
a ésta y por extensión a cualquiera que intente averiguar la verdad. Una
barrera psicológica muy eficaz que dilata el tiempo hasta que sea imposible
ponerse en el lugar de sus protagonistas y por tanto juzgarlos. Es una maniobra
perfecta: convertirlo en mito antes de que sea historia. Que no haya hechos,
sólo leyendas. Y cabezas calientes montando falacias beligerantes en la guerra
fría de las columnas de opinión. Hasta el fin
de los tiempos. Ochenta años con el dichoso tema, cuánta tinta
derramada.
Lo mismo me estaba
sucediendo a mí, que no me lo quitaba de la cabeza mientras conducía hacia el híper
con el estómago haciéndome reproches. Y probablemente hubiera pasado del tema, distraído
por las compras, pero el aparcamiento estaba colapsado y tuve que marcharme, no
sin ciertas dificultades. Hubo gritos en la salida: subí la ventanilla para no
asustar a nadie con mis ladridos. Me resigné a comprar en otro momento, lo
urgente era buscar cuanto antes algo que llevarme a la boca. Lo mejor era un
bar, pero no allí, un cruce de carreteras contaminado al borde de la autovía. Por
instinto, me dirigí hacia la costa, preocupado solo por trazar cada curva con
soltura y perfección, sin fijarme en los carteles. Guiado únicamente por la luz
y el salitre. Cantando Tú serás mi baby
para olvidarme de la puñetera Guerra Civil. Feliz, porque no me perseguía
ningún caza con la intención de ametrallarme. Y sin saber cómo, acabé en
Pontejos. En una tasca remota, delante de una cerveza y un pincho de tortilla de
patatas tan esponjoso que tuve que repetir. En unos minutos, mis pensamientos se
recuperaron de la lógica difusa provocada por el hambre.
Libre ya de preocupaciones serías, debo comer
siete veces al día por prescripción facultativa, decidí bajar hasta el agua
para pensar con un poco de sosiego. Soy de mar, es mi elemento, siempre
desemboco en él. Entre nosotros hay familiaridad, le consulto las decisiones
importantes, le comento mis asuntos más íntimos; sin esperar respuesta, claro, si
la hubiera el mar no sería tan sabio. Ahora se estaba retirando, era el final
de la marea baja. La ría de Solía se llevaba los últimos restos de la tormenta
de la tarde anterior. Busqué un sitio tranquilo, entre los juncos, con la
marisma llena de vida extendida ante mí. Al fondo, las grúas de Astillero
estaban inmóviles, como jirafas averiadas esperando al desguace. Había un poco
de neblina. Era un buen momento para retomar el tema. No hay guerra que soporte
una digestión.
Con la máquina de
pensar de nuevo operativa, intenté buscar el motivo que me había obligado a
defenderme de la noticia, a cuestionarla quizá más allá de lo razonable. Un hambre histérica es también una forma de
huir, un mecanismo de defensa, así que debía haber una causa oculta en mi
interior. Incluso puede que mi modo de leer fuera un poco paranoico, algo
normal en estos tiempos dementes que te abocan a la resistencia. Desde luego, el
motivo primero de mi indignación estaba claro: la propaganda política no es una
herramienta adecuada para desenterrar la Memoria Histórica, y mucho menos para
derogar leyes que se utilizan precisamente como escudo político. Así no se termina
nunca la contienda. Transmitir la idea de que la memoria es conjunta, nuestro
pasado común, y no solo de una de las partes, sería una estrategia más adecuada
para recuperar los cuerpos de nuestros antepasados. No es justo, debería haber
sido de otra forma, más sana quizás, pero a día de hoy el peligro es que las
nuevas generaciones crean que todo aquello sucedió en la Edad Media, o que no
sucedió, que la gente se lo ha ido inventando sobre la marcha. Un olvido semejante,
miles de tumbas todavía por abrir o localizar, es una herencia envenenada que
nadie merece. Pero tampoco que se utilice esa memoria como arma arrojadiza
contra el presente.
El segundo motivo
que me había atacado los nervios fue la decepción por una oportunidad poética malograda.
Como si alguien hubiera desvirtuado unos versos gloriosos añadiéndoles una burda
proclama. Una infamia, porque si la poesía es anterior a la verdad, los
cerebros hallados en La Pedraja pueden calificarse como un acto poético de
carácter sublime, combinación de pura naturaleza con expresión de inequívoca
humanidad. Algo que no hubiera sucedido sin la confluencia de ambos, sin su
enfrentamiento en el territorio de lo artificial. Porque aquí el nexo que los
une es una bala, el tiro de gracia, el que se le pega en la nuca a una persona
que acaba de ser fusilada, para rematarla y como certificado de la propia
ejecución. Sin esa bala que hizo un agujero, el agua ácida del terreno
arcilloso donde los enterraron no hubiera entrado en el cráneo y preservado
esos cerebros de un modo que la misma ciencia considera milagroso. No se conoce
otro caso igual. Es una prueba fehaciente de que la justicia poética existe.
Quizá por todo ello,
mientras observaba la marisma y a los cangrejos atareados, pensé que mis
reacciones se estaban volviendo cada vez más viscerales, a un paso del animal
que no pierde de vista lo que le rodea porque espera un ataque inminente. Como
el resto de la población, estaba harto de manipulaciones, de mentiras, de
fraudes, de estafas, de la proliferación alarmante de hijos de la chingada que
de humanos solo tienen la ropa. No debía culparme a mí mismo, yo no albergaba
motivos ocultos para reaccionar como lo había hecho, el origen era un titular
dudoso, amarillo, algo impropio de un periódico en el que antes confiaba. Puede
que con mala fe, o tal vez no, pero habían conseguido que me cuestionara mi
capacidad para analizar una simple noticia. Ese es el sistema contemporáneo de
control, que tú mismo demuelas tu pensamiento porque te convencen de que eres
estúpido, escaso e irrazonable. Acabar con nosotros de uno en uno, con el
Caballo de Troya de sus ideas tóxicas apacentando tranquilo en nuestras
cabezas. Qué asco.
Como estaba enfrente
de Astillero, recordé la novela de David Leavitt, El lenguaje perdido de las grúas, donde cuenta el caso de un niño,
desatendido por su madre, que desarrolla un lenguaje propio reproduciendo los
movimientos y los ruidos de las grúas que ve por la ventana. Acaba loco, por
falta de interlocutores. Pensé que tal vez yo mismo, como otros muchos detrás
de las pantallas o pegados a los móviles, cada cual capeando el temporal con
sus propios medios, estábamos desarrollando un lenguaje personal tan solitario
y desesperado que pronto sería intransferible. Lo peor es que no supe decir si
eso era positivo, o negativo, o neutro, o qué. Y me entró hambre de nuevo.
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