El futuro como síntoma
Nadie nos
advirtió contra el cáncer. No había nada que advertir. Era una enfermedad. La
prevención de las enfermedades todavía no estaba de moda y constatar su
existencia como pandemia era más que suficiente. Su gravedad estaba acentuada
por el malditismo y el silencio. Cuando al fin se habló libremente de ello, el
todo en su conjunto comenzó a provocar cáncer. Fumar pasó de ser un recurso
masculino para convertirse en vaquero curtido al atardecer a ser un
traqueotomizado hecho polvo. La comida también estaba bajo sospecha y las
puertas de las neveras se llenaron de listados de conservantes que nos podían
llevar a la tumba. Por supuesto, aunque todos lo negaban, se expandía la idea
de que era muy contagioso. Había que alejarse de las personas con cáncer.
Tampoco nadie
nos advirtió contra el sida. Llegó una mañana, sin nombre adjudicado, pero
pronto se asoció con el sexo y se extendió el temor a contagiarse con la saliva
de un simple beso. También había que ocultarlo, estigmatizar a los enfermos, no
tener contacto alguno con ellos, porque era una plaga bíblica para castigarnos
por nuestra degeneración. Repartir o no condones dividió a la sociedad. Los
católicos se oponían, preconizaban de nuevo la virginidad y el celibato, se
hicieron cómplices de la epidemia en contra del consejo de la OMS. Los más
tremendistas advirtieron que se llevaría por delante a una cuarta parte de la
población africana. Para evitarlo había que tomar medicamentos a paletadas, una
veintena de pastillas cada día, no se sabía si era peor el remedio que la
enfermedad. Pero era un remedio solo para los países ricos.
Ahora el cáncer
está bajo control relativo, en la infancia se curan el 80% de los casos, y las
campañas preventivas han reducido drásticamente el consumo de tabaco y fomentan
el control riguroso de los alimentos. El sida ha pasado de ser una enfermedad
mortal de necesidad a enfermedad tratable. Lo mismo pasó con la vieja
tuberculosis, y también hay una vacuna en curso contra la viruela, incluso algo
tan terrible como el ébola se ataja en occidente en cuestión de semanas. Se
diría que el ser humano ha entrado en una fase de tregua con las enfermedades.
Sin embargo, esta misma semana leo que en el 2030, dentro de tan solo trece
años, la depresión será la primera causa de baja laboral. Que en España, como
en el resto del mundo, nuestra alma se está infectando maliciosamente como
antes se infectaron nuestros cuerpos.
Nada más leer la
noticia echo de menos a varios amigos. ¿Qué fue de aquel colega o de aquella mujer
o del hijo de tal o del tipo aquel del quiosco? Me dijeron que habían pillado
una depresión. Que uno no sale de casa, la otra ya no se levanta de la cama, el
chaval saltó por la ventana y el tipo del quiosco cerró el negocio y a veces se
le oye llorar desconsolado a las tantas de la madrugada. No me acerco a ellos,
claro, pero me digo que son ellos los que no se acercan a mí. No les llamo por
teléfono, no les envió mensajes, no preguntó a nadie qué tal les va. Es como si
hubieran desaparecido en un sanatorio de apestados. Y, ahora que lo pienso, en
varias ocasiones he rehuido encontrarme con ellos y he comentado con otras
personas que cuesta tratarlos porque son unos cenizos, unos negativos a los que
todo les parece mal, unos nihilistas descorazonadores, en fin, que los
depresivos son gente deprimente. Tanto que hasta frivolizar sobre el tema
resulta molesto.
Sin embargo, a
diferencia del cáncer o el sida, hace décadas que se nos advierte de que esto
iba a suceder. La crisis, el paro, la decadencia moral, la pérdida de valores,
la degradación de la democracia, la insolidaridad con los refugiados, la
extinción de la ética y la esperanza. La certeza de que en el futuro las cosas
van a ir a peor. Parece que todo conspira contra nosotros, todo nos conduce a
la demolición y, al llegar el fin de semana, aumentan las probabilidades de que
alguien haga detonar una bomba en el campo de fútbol o en un concierto por la
paz. Hay días en que me miro al espejo y solo veo a un cínico con calefacción
central pagada gracias a la venta de armas que enriquece a este país. Tal vez
yo también esté contagiado y tener conciencia me arrastre a la depresión.
Hace un par de
semanas vi una película que me sentó muy mal. Fueron 162 minutos de cabrero, y
todo el rato sin comprender cómo esa cinta ha logrado cosechar una veintena de
premios tan prestigiosos como el de ‘Mejor película europea del año’. Se trata
de ‘Toni Erdmann’ de Maren Ade y me pareció un homenaje grotesco a la vida
patética que llevamos. Lo más parecido a que se te corte la leche del desayuno
cuando solo te queda una vaso. Un esperpento, la verdad. Daba la sensación de
que ni los actores, ni la directora y mucho menos el guionista creyeran en
absoluto que merece la pena vivir esta existencia malsana. Dicen los críticos
que es una comedia amarga, pero si te ríes es que te falla algo en la cabeza.
Me he pasado quince días maldiciendo y sin poder olvidarla. Lo más deprimente
que me he echado a la cara en mucho tiempo. Seguro que los fabricantes de
Orfidal han financiado esa película.
En fin, aunque
sea cierto que hoy en día ser optimista es estar mal informado, hay que
alejarse de ese futuro previsto, porque la negatividad se contagia, es la nueva
y más peligrosa enfermedad que nos acecha.
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