martes, 29 de abril de 2014

LA MUJER DE ARENA


Cuando todavía faltaban años para la ley Antitabaco, yo tuve la desgracia de caer en un restaurante pionero en su aplicación. Después de meses bronca tras bronca, el jefe de camareros tuvo una charla conmigo. Se puso muy borde, y me amenazó con el dedo porque ya habíamos dejado claro que no se podía fumar dentro del local. Tampoco quería verme en la entrada del restaurante, vestido de uniforme, apurando cigarrillos igual que un yonki, y mucho menos escondido como un crío en una esquina del almacén. Si quería seguir drogándome, no me dejaba otra alternativa que la trasera, donde estaba la basura, las sillas desvencijadas y la mierda en general. No quería despedirme, claro que no, la trasera pertenecía al negocio, si fumaba allí no abandonaba mi puesto de trabajo, pero era evidente que dejaba de ser útil por espacios cortos de tiempo. Me había controlado, sabía que en mi turno consumía unos quince cigarrillos, y, a cuatro minutos cada uno, sumaban una hora de trabajo más al día. O lo aceptaba o me iba a fumar a la cola del paro.

En el paro hace frío, de modo que tuve que aceptar la humillación y además pagarla de mi bolsillo. Menos mal que la trasera estaba situada encima de la playa, era un mirador entretenido, discreto, y después de una semana comencé a disfrutar de aquellos cuatro minutos tan particulares. Cerraba la puerta metálica y el ruido frenético de la cocina y los gritos del personal desaparecían y en su lugar podía oír el mar. El mar, sin música de fondo. Me sentaba junto al murete de cemento crudo y me sentía tan relajado como un veraneante en su terraza. En pocos días conocía a todos los que ponían sus toallas en los alrededores. No podía quejarme, dos veces a la hora gozaba de unas mini-vacaciones y así el trabajo se me hacía más llevadero.

Fue un verano agobiante, de clientes y de temperatura.  A mediados de agosto hizo demasiado calor, de manera que procuré fumar menos para no abandonar el cobijo del aire acondicionado. Mis visitas a la trasera eran rápidas, urgentes, de medio cigarrillo mal fumado. Sin embargo, una mañana, cerca de fin de mes, atendí en la barra a un hombre que conocía del año anterior y no había visto en todo el verano.   Tenía un aspecto lamentable. Busqué con la mirada a su mujer, eran una de esas parejas antiguas y tan bien compenetradas que el uno parece la sombra del otro. Solían tomar dos coca-colas con mucho hielo antes de ir a tumbarse a la playa… pero esta vez él hombre pidió una cerveza, una cerveza grande. Le serví en silencio, luego me alejé al otro extremo de la barra y dejé que bebiera solo. Cuando apuró su bebida, fui a la trasera para poder situarlo en la playa, y tuve la suerte de que se colocó muy cerca. Poco después, cuando salí para el siguiente cigarrillo, vi que junto al hombre había tumbada una mujer, y de entrada me alegré. En el siguiente, me sorprendió que ella no se hubiera movido. Seguía tumbada de lado, pero como él le estaba leyendo algo de un libro e incluso le dio un codazo… Sin embargo, al tercer cigarrillo, me fijé con más atención y no había duda de que era una mujer de arena. La había esculpido dentro de una toalla de color oscuro, lo que la hacía resaltar, y le había puesto un traje de baño de dos piezas para completar el engaño. Sentí algo raro en el estómago. O puede que no fuera en el estómago.

El resto del turno lo trabajé mal. A última hora discutí con el jefe de cocina y salí rebotado del restaurante. Andaba mal de dinero para ir de cervezas con los amigos,  tampoco quería encerrarme en la cueva, y fui a pasear por la playa. La gente ya se había retirado, caía la tarde, supuse que estaba solo. Llegué hasta el agua, y cuando regresaba vi al hombre triste y a su mujer de arena. La había esculpido de nuevo, ahora mirando hacia arriba, con las piernas abiertas y alzadas. Me alejé por pudor: en aquellos momentos le estaba quitando el traje de baño. Regresé al restaurante, y puse una disculpa para ir a la trasera. Al llegar, vi que el hombre estaba ahora entre las piernas de la mujer de arena. Su cuerpo tenso vibraba como un insecto. Le hacía el amor, minuciosamente, sin apenas tocarla. Había ternura, pero también desesperación. Rabia contenida. Sus jadeos, sin embargo, aumentaron de pronto el ritmo de un modo inevitable. El hombre se dejó llevar. Disfrutó. Estalló. Y, en un instante, había destruido a la mujer de arena. Me fui de allí. Inmediatamente. Todavía puedo verlo con la arena chorreado entre sus manos. Todavía puedo oír aquellas lágrimas, aquel lamento.

Hay una cierta tristeza que hace mella en mí, y por culpa de aquella mujer de arena dejé de fumar. No me gustaba la trasera, ni me gusta la parte de atrás de la vida. Tardé en librarme de la nicotina dieciocho días. A mediados de septiembre, el jefe de camareros me retiró el castigo, y volví a trabajar con normalidad.
 
                                            publicado en La cosecha, pag. 47
 

sábado, 26 de abril de 2014

EL RELOJ DE LEJÍA


            El Ayuntamiento amenazó con cobrarme de golpe los impuestos atrasados de la última década si no me avenía a negociar la cesión de unos terrenos del monte para construir allí un mirador y zona de descanso del carril peatonal.  Había en juego manadas de turistas, y el aparejador que me acompañó a delimitar el tamaño del robo no había negociado nada en toda su vida. Me dijo desde Aquí hasta Aquí y desde el borde hasta Aquí y firma Aquí y se largó. Si no llevo coche, me deja allí tirado.  

            Ese terreno me había tocado a la pajita más larga en el reparto de la herencia porque nadie lo quería. Mis hermanos habían perdido todo vínculo con el pueblo y no estaban interesados en nada que no se pudiera poner de inmediato en venta para convertirlo en dinero. Yo lo intenté, durante años, pero nadie de los alrededores compraba el solar donde antes estuvo la casa de una loca y vendérselo a un foráneo era condenarlo al envite de unos vientos para los que genéticamente no estaba preparado. Mi tía Celina vivió allí medio siglo, sola, y ni ella pudo resistirlo. Las ráfagas heladas del invierno podían penetrar hasta lo más hondo de tu mente y dejarte el pensamiento en los huesos. Limpidez extrema, purificación por arrasamiento. Mi abuelo y el abuelo de mi abuelo llevaban allí los animales enfermos y el viento los curaba. Pero un humano es diferente. A mi tía Celina la dejaron en aquella cabaña porque no soportaba el contacto humano y lo perdió hasta consigo misma.

            Recuerdo que en nuestra infancia hablábamos de las manías de la tía Celina con un temor reverencial: teniendo la misma sangre, nos podía tocar a nosotros. Nadie iba a verla, salvo mi madre, dos veces al año, y podía tardar una hora en abrirle la puerta.  ¿Estás limpia?, le preguntaba desde el otro lado. Mi madre tenía que pasearse varias veces delante de la ventana, más guapa y engalanada que el día de su boda, y mostrar las muñecas para que Celina viera que no llevaba reloj. Al final, la cesta de avituallamiento y una garrafa grande de lejía aflojaban su resistencia y le permitía la entrada. Celina tenía la casa impoluta, obligaba a mi madre a descalzarse, en la hora escasa que pasaban juntas la atendía como a una reina y la colmaba de atenciones con tal de no parar quieta ni un solo instante. Agotaba estar a su lado, como si el tiempo y ella jamás hubieran llegado a un acuerdo elemental. Desde niña odiaba los relojes, el tic-tac, la monotonía impuesta, el ritmo de la vida de los demás. Su tiempo era personal, flexible, y no necesitaba otras referencias que el día, la noche, y las estaciones.

            Perdimos el contacto con Celina cuando murió mi madre, tan joven, y lo único que sabíamos de la tía era por los comentarios de los vecinos, pura especulación. La renta minúscula que le había asignado mi abuelo le llegaba para vivir, pero las sucesivas ventas de las propiedades de la familia le dejaban su parte correspondiente, y todo lo que necesitaba se lo traían a la puerta de su casa, donde colgaba un papel con el nuevo encargo. Al final de la lista, siempre, una garrafa grande de lejía. No tenía huerta, no tenía animales, ni de compañía, no tenía electricidad ni agua corriente. Pasaba los días tejiendo una mantelería de ganchillo tan complicada que en dos décadas sólo había hecho cinco servilletas. O eso decían las habladurías. Que su única ocupación era envejecer. Que cada día al atardecer sepultaba bajo tierra una hoja del calendario de taco. Que su mente sufría apurando cada segundo para no malograr su existencia. Pero nadie supo decir cómo la lejía se fue convirtiendo poco a poco en el reloj de su vida.

            Imagino que la tía Celina se levantaba muy temprano, llenaba el cubo de fregar con agua de lluvia, añadía una ración generosa de lejía, y restregaba hora tras hora los suelos, las puertas y cualquier cosa que quedara al alcance de sus manos frenéticas. Día a día las baldosas perdían el color, los zócalos y muebles el barniz, las paredes la pintura, luego el yeso y así hasta llegar  a los ladrillos. Para no intoxicarse con los vapores, las ventanas de la casa estaban permanentemente abiertas, y el cuerpo de Celina quedó expuesto a los vientos duros, crueles e inmateriales de esta región. La enfermedad  empezó a consumirla igual que la lejía arrasaba con la casa. En pocos años las baldosas perdieron el recubrimiento de gres y se volvieron arena. El entarimado pasó del blanco inmaculado a la pasta de papel y a la disolución. La tía Celina fregaba y fregaba hasta que desgastó los ladrillos de la cámara y llegó hasta las piedras, y tanto las restregó que dejaban ver la luz exterior. Y pasar el aire. Entonces el viento se cebó en su cuerpo maltrecho, lo resecó, mientras la casa se venía abajo corroída por la lejía.

            Mi tía Celina falleció a los sesenta y tres años, tenía tan poca carne recubriendo sus huesos que su cadáver no desprendía olor alguno. El repartidor avisó de su muerte con veinte días de retraso. Levantaron el cadáver, lo incineramos, lanzamos sus cenizas al viento que la había devastado, y pocos meses más tarde la casa se desplomó. En el sótano Celina guardaba una enorme provisión de lejía, que se encargó de disolverlo todo, hasta los cimientos. Un año más tarde en aquel solar no quedaba ni rastro de presencia humana. 
 
                                                                            publicado en Revista Cantárida 
 

miércoles, 16 de abril de 2014

I+D+I en Photowriting de Paula Arbide



     Tú eres teólogo, yo economista, hablamos idiomas, y nuestra capacidad analítica está fuera de toda duda. Pocas personas conocen esta tradición como nosotros, la hemos mamado desde niños, hemos investigado a un nivel doctoral, hemos sopesado las posibilidades de generar un nuevo movimiento, hemos encontrado una fórmula innovadora, y ahora toca implementarlo, ponerlo en marcha, hacerlo real… Piensa que no existe un Consejo Regulador de la Denominación de Origen Semana Santa Española. No es un jamón, ni un queso, es una idea. Una idea bastante trasnochada, todo hay que decirlo, estadísticamente la mitad de los que vamos encapuchados somos ateos. Hacemos esto porque hemos heredado un conjunto de pensamientos como otro hereda un olivar, y nos resulta muy cómodo esperar que venga la Virgen María a solucionar nuestros problemas. Somos unos vagos, con una capacidad infinita para echarle la culpa a cualquiera con tal de no tenerla nosotros. Pero sólo hay dos opciones, o nos vamos del país o nos volvemos disidentes. Nuestras familias llevan generaciones viviendo del negocio litúrgico. Tu carrera y la mía se pagaron vendiendo crucifijos plateados, copones, patenas y mucha bisutería para los turistas. Cada año más turistas…No podemos marcharnos. No queremos marcharnos. Tenemos que hacer algo. El futuro está en la expansión. El mercado internacional. Hoy en día el mito de Elvis tiene mayor vigencia que el de Jesucristo. Muchos de sus seguidores afirman que era hermano de Jesucristo. Un Jesucristo más enrollado. En vez de un Dios hecho carne, hecho roca & roll. Es una leyenda viva. Un tema con posibilidades. Además, no requiere demasiada inversión. Con una impresora 3D podemos copiar los adornos tradicionales de otros pasos y, por el precio de un coche de segunda mano, conseguiremos fabricar un paso propio, crear nuestra propia hermandad, la de la Pasión de Elvis. Se lo pude representar sufriendo el mono de anfetaminas, gordo, en calzoncillos, agarrado a una oscura Stratocaster. Crearemos una iconografía bien documentada.  Contrataremos a un buen diseñador gráfico. Y ten en cuenta que la lucha de Elvis contra las drogas puede servirnos para pedir una subvención pública, apoyos de entidades sensibles a esa problemática…Ya sé que es una idea grotesca, pero hay que innovar, hay que arriesgar… Estoy segura de que tendremos seguidores. Y no nos dejarán salir en procesión. Y seremos perseguidos. E insultados. Como los apóstoles. Pero saldremos en la tele, seremos exóticos, editaremos un libro, lo publicaremos en la red, venderemos reliquias de Elvis Presley como un Ecce Homo… Hay que tener fe en el dinero, cariño.

                                                                      publicado en Photowriting de Paula Arbide

                                                                 http://www.paulaarbide.com/photowriting/

viernes, 11 de abril de 2014

BOMBILLAS

 
 
      Cuatro niños en dos bicicletas pasan veloces por delante de mi tienda. Van sacando el agua de los charcos, salpican de barro la entrada, la parte baja del escaparate. Debería salir a reñirles, pero me da pereza. Rodeo sin prisa el mostrador, cojo un buen puñado de serrín, lo extiendo junto a la puerta y me asomo a mirar. Qué rápidos son esos críos, están llegando ya al fondo de la calle. Han dejado un rastro de tenderos como yo asomados a la puerta de sus comercios, pero nadie les llama la atención. Nos echamos unos a otros miradas lejanas, y una mirada triste a la calle sin clientes. Los chavales doblan la esquina en dirección al Puerto Nuevo, y por el lado opuesto aparecen Ramón Santiso y su sombra. Los tenderos se esconden.
       Ramón Santiso y su madre llevan hoy el paso muy rápido, eléctrico. Cuatro días encerrados por culpa de la lluvia y han tenido que salir a la fuerza, pero con desconfianza, con miedo a que el agua les pille lejos de casa. Lejos significa esta calle, ir y volver. El agua de la lluvia y la cabeza de Ramón Santiso no deben mezclarse porque él se quedó colgado después de una paliza en una noche de aguacero. Dijeron que estaba muerto, y luego decían que ojalá lo hubiera estado. Ramón Santiso se volvió feroz. Su vida se detuvo en aquella pelea, y veinte años después su mente sigue intentando que se proteja la cabeza, que se levante del suelo, que se defienda. Tiene el cráneo astillado, lleno de dolor y de bilis. No se le puede dejar solo.
       Ramón Santiso esquiva los charcos con agilidad y, para compensar, su madre va detrás pisándolos todos. Al llegar a mi altura, se detienen. Ramón se sitúa sobre el único adoquín seco de ese tramo de la acera y desde allí me mira como preguntando: ¿Has sido tú? Desvío la mirada hacia las botas de su madre, de color escarlata: son como pies de niña con una anciana dentro.
       —Buenas tardes, Casilda. Menos mal que dejó de llover.
       —Menos mal —dice ella, y sigue con la mirada los pasos de su hijo sobre los adoquines secos hacia mi escaparate.
      A Ramón Santiso le gusta mi tienda porque vendo bombillas, y a él le pegaron demasiado por falta de luz. Una buena farola enfrente de su casa y todo hubiera quedado en unas pocas magulladuras. O en un ojo de menos, como Macial. O cojo redomado como yo, que también recibí una paliza brutal más o menos a su edad. A la edad de Marcial y también a la de Santiso.
      Casilda sonríe, con dejadez, mirando a su hijo absorto en el escaparate y cerca de otro ser humano. La sombra de la locura de su hijo todavía no la cubre a ella, pero le anda rondando. Ramón Santiso golpea con un dedo el escaparate, y señala hacia abajo. Esta mañana he colocado en exhibición una bombilla nueva, diminuta, que a pesar de su tamaño luce entre las demás como una estrella. Casilda me acompaña al lado de su hijo, y se sitúa en medio de los dos, siempre en medio de los dos.
       —Mucha luz —dice Ramón—. ¿Se puede mojar?
       —No lo creo. Pero seguro que muy pronto harán una como ésa que se pueda mojar.
       Ramón Santiso escucha. Arruga la frente y el esfuerzo afila su cara. De algún modo, logra imaginar la bombilla que le digo y entonces su rostro se transforma. Los músculos de su cara se ponen en tensión. Mastica sus dientes y hace crujir entre ellos la imagen, sin duda una luz bajo la lluvia mostrándole la cara de sus atacantes. Se estremece. Le duele. Sus ojos se esconden entre los párpados, su boca coge aire y grita hacia el interior. Cierra los puños y los aproxima al cristal, como si estuviera calculando la distancia. Entonces la mano de su madre le toma con delicadeza un codo, apenas un toque.
       —Es leche, Ramón, es leche.
       El mensaje tarda un poco en llegar, pero llega, como siempre. En la cabeza trastornada de este muchacho la lluvia oscura se puede iluminar y volverse leche. Casilda vuelve a dar otro toque al codo de su hijo, y Ramón Santiso logra destensar un poco sus nervios. Nos mira a los dos. Envaina la mirada de fiera y, avergonzado, nos da la espalda. Busca un adoquín seco, salta, y sigue camino adelante. Casilda va detrás, sujeta a su ferocidad, pisándole los charcos. Agita la mano para despedirse de mí, o para espantar algo.
       Nadie sabe, o nadie dice, quién le pegó la paliza a Ramón Santiso. Pudo ser cualquiera de nosotros, eran otros tiempos, nos abríamos camino a golpes, a mordiscos, a botellazos... Pero crecimos, hubo un después, hubo un luego. Marcial, el hijoputa que me dejó cojo, vende salchichas a la vuelta de la esquina, y cada vez que le veo le oigo gritándole a su primo: ¡Pártele la pierna, Rogelio, pártesela! Y no por eso he rebasado jamás la barrera de no dirigirle la palabra. Procuro ignorarle, le maldigo cuando puedo, como supongo que hará él porque yo le dejé tuerto. Pero insisto en que eran otros tiempos. Ahora todos tenemos familia, hijos, el barrio ha mejorado, nos pertenece. Queremos tranquilidad. Deberíamos hacer algo con Ramón Santiso.
 
                                                                   publicado en Revista Cantárida
 


viernes, 4 de abril de 2014

EL HOMBRE DE LA CERVEZA


            Cuando era joven en la Escollera se celebraba la Fiesta del Mar, que duraba tres días con sus noches, y en ella se daban cita los mejores cantantes "a capella" de toda la región. Había dos concursos y una exhibición. Los concursos agrupaban a los intérpretes de canción tradicional y canción nueva, también de corte tradicional. La gente disfrutaba de la competición porque las votaciones se realizaban por el sistema de barullo: a más gritos, aplausos, pataletas y silbidos, más votos para el cantante. Los propios interesados, siguiendo el criterio del público, escogían un vencedor y en caso de empate, lo que ocurría siempre, se iniciaba un duelo de canciones que podía durar hasta el atardecer de la tercera jornada. Ese día actuábamos los del apartado de exhibición, todos expertos improvisadores y dotados de potentes voces. Era un espectáculo lujurioso, ya que se celebraba en la playa, con hombres y mujeres desbocados después de dos días de fiesta. A medida que avanzaba la tarde y caían las luces, tanto el tono de las canciones como el comportamiento de la gente se volvían más picantes y desvergonzados. Todo estaba permitido con tal de no molestar a los demás y cada cual hacía lo que podía para dar rienda suelta a sus instintos. Algunos noviazgos y matrimonios se rompían ese día pero, como gustaba decir la gente de la Escollera, el mar sólo casca las rocas agrietadas.

            Yo solía actuar a medianoche y mis canciones eran muy apreciadas por todo el público, me llamaban el Hombre de la Cerveza. He dicho canciones, pero en realidad yo sólo interpretaba una única canción, que venía a durar aproximadamente dos horas. Mi número consistía en solicitar al respetable una docena de palabras que apuntaba con tiza en una pizarra. Comenzaba a cantar siguiendo las sugerencias que me proporcionaba la primera palabra y así, una a una, hasta el final. Cuando consideraba que una palabra estaba agotada, la borraba con la mano. Mi canto era un canto zumbado. Llevaba el ritmo dando zapatazos en un trozo de chapa claveteada entre dos maderos, y a mi lado tenía un barril de cerveza. A palabra terminada, borrón, aplausos, y jarra de litro de cerveza de un trago. La gente se volvía loca con mi actuación, les contagiaba mi desenfreno y mi desmesura.  Al terminar, un grupo de voluntarios me sacaba en parihuelas del escenario y me dejaban en el malecón, junto al faro, a dormir la mona. Allí se quedaban media docena de personas a cuidar de mí, yo era el Hombre de la Cerveza, toda una institución en las fiestas, y procuraban que no me ocurriera nada malo. Mis ronquidos eran proverbiales y, según decían, en una ocasión un  cetáceo surgió del mar en respuesta a esa extraña llamada. Yo no sé si es verdad, claro, estaba dormido.

            Recuerdo que por aquellos días mi mayor temor era quedarme ronco y perder la voz. Vivía todo el año preparando mi actuación en la Escollera. Yo era un hombre de tierra adentro y aquello significaba mucho para mí. Cada año mejoraba mis improvisaciones en justo pago por la generosa acogida del público pero, antes de que llegara mi ocaso, cerró la fábrica conservera, la gente se vio obligada a trasladarse a la ciudad y la vida se terminó en la Escollera. Fue visto y no visto. La Naturaleza se resintió. Como el pueblo siempre se había dedicado a las labores de limpieza de la playa y los rompientes, al marcharse todo quedó a merced del mar. No era un buen sitio, había corrientes que escupían todos los desechos humanos que uno pueda imaginar. La madera servía como combustible pero además había animales domésticos, perros sobre todo, y bazofia difícil de reciclar. Lo que no servía para nada se amontonaba en un gran pilón a las afueras del pueblo, pilón que con los años se había convertido en una pequeña colina. Cuando sus habitantes se trasladaron, en sólo una década el mar rompió los frágiles diques, se llevó la colina y sepultó la Escollera entre desperdicios malolientes. Hoy es un nido de gaviotas.

            Qué triste es ver tu pasado, ese tiempo en que te forjaste a ti mismo, convertido en un vertedero. A veces, cuando siento la llamada del mar, casi siempre coincidiendo con la fecha en que solía celebrarse la fiesta, me acerco a la Escollera. No tengo que hacer muchos esfuerzos para escuchar desde mi memoria los gritos enfervorecidos de la multitud. Por eso permanezco allí poco tiempo. Me gusta más caminar hasta los acantilados. Antaño hacía ese mismo recorrido para aliviar la resaca posterior al día de mi actuación. Desde allí saludaba a los barcos que salían a la mar, con marineros tan resacosos como yo. Me respondían desde la borda y pronunciaban a gritos mi nombre que, desde tan lejos, era como un eco que sólo me traía una palabra: cerveza, cerveza... 

            Ahora, saludo desde el acantilado a los barcos que pasan y nadie pide a gritos cerveza, nadie pronuncia mi nombre. Los barcos no llevan apenas tripulación, sólo un capitán y un ordenador atendido por grupos de informáticos que no saben nadar. La mayoría transportan petróleo, grandes contenedores o ese aspirador gigante que chupa la pesca en menos de lo que tardan los peces en poner sus huevos. Ya no tengo a quién cantarle mis canciones. Bebo solo. Miro hacia el horizonte vacío, y voy envejeciendo al ritmo de mi nostalgia.
 
                                                                 publicado en Revista Cantárida