Cuando
era joven en la Escollera se celebraba la Fiesta del Mar, que duraba tres días
con sus noches, y en ella se daban cita los mejores cantantes "a
capella" de toda la región. Había dos concursos y una exhibición. Los
concursos agrupaban a los intérpretes de canción tradicional y canción nueva,
también de corte tradicional. La gente disfrutaba de la competición porque las
votaciones se realizaban por el sistema de barullo: a más gritos, aplausos,
pataletas y silbidos, más votos para el cantante. Los propios interesados,
siguiendo el criterio del público, escogían un vencedor y en caso de empate, lo
que ocurría siempre, se iniciaba un duelo de canciones que podía durar hasta el
atardecer de la tercera jornada. Ese día actuábamos los del apartado de
exhibición, todos expertos improvisadores y dotados de potentes voces. Era un espectáculo
lujurioso, ya que se celebraba en la playa, con hombres y mujeres desbocados
después de dos días de fiesta. A medida que avanzaba la tarde y caían las
luces, tanto el tono de las canciones como el comportamiento de la gente se
volvían más picantes y desvergonzados. Todo estaba permitido con tal de no
molestar a los demás y cada cual hacía lo que podía para dar rienda suelta a
sus instintos. Algunos noviazgos y matrimonios se rompían ese día pero, como
gustaba decir la gente de la Escollera, el mar sólo casca las rocas agrietadas.
Yo
solía actuar a medianoche y mis canciones eran muy apreciadas por todo el
público, me llamaban el Hombre de la Cerveza. He dicho canciones, pero en
realidad yo sólo interpretaba una única canción, que venía a durar
aproximadamente dos horas. Mi número consistía en solicitar al respetable una
docena de palabras que apuntaba con tiza en una pizarra. Comenzaba a cantar
siguiendo las sugerencias que me proporcionaba la primera palabra y así, una a
una, hasta el final. Cuando consideraba que una palabra estaba agotada, la
borraba con la mano. Mi canto era un canto zumbado. Llevaba el ritmo dando
zapatazos en un trozo de chapa claveteada entre dos maderos, y a mi lado tenía
un barril de cerveza. A palabra terminada, borrón, aplausos, y jarra de litro
de cerveza de un trago. La gente se volvía loca con mi actuación, les
contagiaba mi desenfreno y mi desmesura. Al terminar, un grupo de voluntarios me sacaba
en parihuelas del escenario y me dejaban en el malecón, junto al faro, a dormir
la mona. Allí se quedaban media docena de personas a cuidar de mí, yo era el
Hombre de la Cerveza, toda una institución en las fiestas, y procuraban que no
me ocurriera nada malo. Mis ronquidos eran proverbiales y, según decían, en una
ocasión un cetáceo surgió del mar en
respuesta a esa extraña llamada. Yo no sé si es verdad, claro, estaba dormido.
Recuerdo
que por aquellos días mi mayor temor era quedarme ronco y perder la voz. Vivía
todo el año preparando mi actuación en la Escollera. Yo era un hombre de tierra
adentro y aquello significaba mucho para mí. Cada año mejoraba mis
improvisaciones en justo pago por la generosa acogida del público pero, antes
de que llegara mi ocaso, cerró la fábrica conservera, la gente se vio obligada
a trasladarse a la ciudad y la vida se terminó en la Escollera. Fue visto y no
visto. La Naturaleza se resintió. Como el pueblo siempre se había dedicado a
las labores de limpieza de la playa y los rompientes, al marcharse todo quedó a
merced del mar. No era un buen sitio, había corrientes que escupían todos los
desechos humanos que uno pueda imaginar. La madera servía como combustible pero
además había animales domésticos, perros sobre todo, y bazofia difícil de
reciclar. Lo que no servía para nada se amontonaba en un gran pilón a las afueras
del pueblo, pilón que con los años se había convertido en una pequeña colina.
Cuando sus habitantes se trasladaron, en sólo una década el mar rompió los
frágiles diques, se llevó la colina y sepultó la Escollera entre desperdicios
malolientes. Hoy es un nido de gaviotas.
Qué
triste es ver tu pasado, ese tiempo en que te forjaste a ti mismo, convertido
en un vertedero. A veces, cuando siento la llamada del mar, casi siempre
coincidiendo con la fecha en que solía celebrarse la fiesta, me acerco a la Escollera.
No tengo que hacer muchos esfuerzos para escuchar desde mi memoria los gritos
enfervorecidos de la multitud. Por eso permanezco allí poco tiempo. Me gusta
más caminar hasta los acantilados. Antaño hacía ese mismo recorrido para aliviar
la resaca posterior al día de mi actuación. Desde allí saludaba a los barcos
que salían a la mar, con marineros tan resacosos como yo. Me respondían desde
la borda y pronunciaban a gritos mi nombre que, desde tan lejos, era como un
eco que sólo me traía una palabra: cerveza, cerveza...
Ahora,
saludo desde el acantilado a los barcos que pasan y nadie pide a gritos
cerveza, nadie pronuncia mi nombre. Los barcos no llevan apenas tripulación,
sólo un capitán y un ordenador atendido por grupos de informáticos que no saben
nadar. La mayoría transportan petróleo, grandes contenedores o ese aspirador
gigante que chupa la pesca en menos de lo que tardan los peces en poner sus
huevos. Ya no tengo a quién cantarle mis canciones. Bebo solo. Miro hacia el
horizonte vacío, y voy envejeciendo al ritmo de mi nostalgia.
publicado en Revista Cantárida
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