viernes, 4 de abril de 2014

EL HOMBRE DE LA CERVEZA


            Cuando era joven en la Escollera se celebraba la Fiesta del Mar, que duraba tres días con sus noches, y en ella se daban cita los mejores cantantes "a capella" de toda la región. Había dos concursos y una exhibición. Los concursos agrupaban a los intérpretes de canción tradicional y canción nueva, también de corte tradicional. La gente disfrutaba de la competición porque las votaciones se realizaban por el sistema de barullo: a más gritos, aplausos, pataletas y silbidos, más votos para el cantante. Los propios interesados, siguiendo el criterio del público, escogían un vencedor y en caso de empate, lo que ocurría siempre, se iniciaba un duelo de canciones que podía durar hasta el atardecer de la tercera jornada. Ese día actuábamos los del apartado de exhibición, todos expertos improvisadores y dotados de potentes voces. Era un espectáculo lujurioso, ya que se celebraba en la playa, con hombres y mujeres desbocados después de dos días de fiesta. A medida que avanzaba la tarde y caían las luces, tanto el tono de las canciones como el comportamiento de la gente se volvían más picantes y desvergonzados. Todo estaba permitido con tal de no molestar a los demás y cada cual hacía lo que podía para dar rienda suelta a sus instintos. Algunos noviazgos y matrimonios se rompían ese día pero, como gustaba decir la gente de la Escollera, el mar sólo casca las rocas agrietadas.

            Yo solía actuar a medianoche y mis canciones eran muy apreciadas por todo el público, me llamaban el Hombre de la Cerveza. He dicho canciones, pero en realidad yo sólo interpretaba una única canción, que venía a durar aproximadamente dos horas. Mi número consistía en solicitar al respetable una docena de palabras que apuntaba con tiza en una pizarra. Comenzaba a cantar siguiendo las sugerencias que me proporcionaba la primera palabra y así, una a una, hasta el final. Cuando consideraba que una palabra estaba agotada, la borraba con la mano. Mi canto era un canto zumbado. Llevaba el ritmo dando zapatazos en un trozo de chapa claveteada entre dos maderos, y a mi lado tenía un barril de cerveza. A palabra terminada, borrón, aplausos, y jarra de litro de cerveza de un trago. La gente se volvía loca con mi actuación, les contagiaba mi desenfreno y mi desmesura.  Al terminar, un grupo de voluntarios me sacaba en parihuelas del escenario y me dejaban en el malecón, junto al faro, a dormir la mona. Allí se quedaban media docena de personas a cuidar de mí, yo era el Hombre de la Cerveza, toda una institución en las fiestas, y procuraban que no me ocurriera nada malo. Mis ronquidos eran proverbiales y, según decían, en una ocasión un  cetáceo surgió del mar en respuesta a esa extraña llamada. Yo no sé si es verdad, claro, estaba dormido.

            Recuerdo que por aquellos días mi mayor temor era quedarme ronco y perder la voz. Vivía todo el año preparando mi actuación en la Escollera. Yo era un hombre de tierra adentro y aquello significaba mucho para mí. Cada año mejoraba mis improvisaciones en justo pago por la generosa acogida del público pero, antes de que llegara mi ocaso, cerró la fábrica conservera, la gente se vio obligada a trasladarse a la ciudad y la vida se terminó en la Escollera. Fue visto y no visto. La Naturaleza se resintió. Como el pueblo siempre se había dedicado a las labores de limpieza de la playa y los rompientes, al marcharse todo quedó a merced del mar. No era un buen sitio, había corrientes que escupían todos los desechos humanos que uno pueda imaginar. La madera servía como combustible pero además había animales domésticos, perros sobre todo, y bazofia difícil de reciclar. Lo que no servía para nada se amontonaba en un gran pilón a las afueras del pueblo, pilón que con los años se había convertido en una pequeña colina. Cuando sus habitantes se trasladaron, en sólo una década el mar rompió los frágiles diques, se llevó la colina y sepultó la Escollera entre desperdicios malolientes. Hoy es un nido de gaviotas.

            Qué triste es ver tu pasado, ese tiempo en que te forjaste a ti mismo, convertido en un vertedero. A veces, cuando siento la llamada del mar, casi siempre coincidiendo con la fecha en que solía celebrarse la fiesta, me acerco a la Escollera. No tengo que hacer muchos esfuerzos para escuchar desde mi memoria los gritos enfervorecidos de la multitud. Por eso permanezco allí poco tiempo. Me gusta más caminar hasta los acantilados. Antaño hacía ese mismo recorrido para aliviar la resaca posterior al día de mi actuación. Desde allí saludaba a los barcos que salían a la mar, con marineros tan resacosos como yo. Me respondían desde la borda y pronunciaban a gritos mi nombre que, desde tan lejos, era como un eco que sólo me traía una palabra: cerveza, cerveza... 

            Ahora, saludo desde el acantilado a los barcos que pasan y nadie pide a gritos cerveza, nadie pronuncia mi nombre. Los barcos no llevan apenas tripulación, sólo un capitán y un ordenador atendido por grupos de informáticos que no saben nadar. La mayoría transportan petróleo, grandes contenedores o ese aspirador gigante que chupa la pesca en menos de lo que tardan los peces en poner sus huevos. Ya no tengo a quién cantarle mis canciones. Bebo solo. Miro hacia el horizonte vacío, y voy envejeciendo al ritmo de mi nostalgia.
 
                                                                 publicado en Revista Cantárida
 

 

           

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