Cuando todavía faltaban años para la ley Antitabaco, yo tuve la desgracia
de caer en un restaurante pionero en su aplicación. Después de meses bronca
tras bronca, el jefe de camareros tuvo una charla conmigo. Se puso muy borde, y
me amenazó con el dedo porque ya habíamos dejado claro que no se podía fumar
dentro del local. Tampoco quería verme en la entrada del restaurante, vestido
de uniforme, apurando cigarrillos igual que un yonki, y mucho menos escondido
como un crío en una esquina del almacén. Si quería seguir drogándome, no me
dejaba otra alternativa que la trasera, donde estaba la basura, las sillas desvencijadas
y la mierda en general. No quería despedirme, claro que no, la trasera
pertenecía al negocio, si fumaba allí no abandonaba mi puesto de trabajo, pero
era evidente que dejaba de ser útil por espacios cortos de tiempo. Me había
controlado, sabía que en mi turno consumía unos quince cigarrillos, y, a cuatro
minutos cada uno, sumaban una hora de trabajo más al día. O lo aceptaba o me
iba a fumar a la cola del paro.
En el paro hace frío, de modo que tuve que aceptar la humillación y además
pagarla de mi bolsillo. Menos mal que la trasera estaba situada encima de la
playa, era un mirador entretenido, discreto, y después de una semana comencé a
disfrutar de aquellos cuatro minutos tan particulares. Cerraba la puerta
metálica y el ruido frenético de la cocina y los gritos del personal
desaparecían y en su lugar podía oír el mar. El mar, sin música de fondo. Me
sentaba junto al murete de cemento crudo y me sentía tan relajado como un
veraneante en su terraza. En pocos días conocía a todos los que ponían sus
toallas en los alrededores. No podía quejarme, dos veces a la hora gozaba de
unas mini-vacaciones y así el trabajo se me hacía más llevadero.
Fue un verano agobiante, de clientes y de temperatura. A mediados de agosto hizo demasiado calor, de
manera que procuré fumar menos para no abandonar el cobijo del aire acondicionado.
Mis visitas a la trasera eran rápidas, urgentes, de medio cigarrillo mal
fumado. Sin embargo, una mañana, cerca de fin de mes, atendí en la barra a un
hombre que conocía del año anterior y no había visto en todo el verano. Tenía un aspecto lamentable. Busqué con la
mirada a su mujer, eran una de esas parejas antiguas y tan bien compenetradas
que el uno parece la sombra del otro. Solían tomar dos coca-colas con mucho
hielo antes de ir a tumbarse a la playa… pero esta vez él hombre pidió una
cerveza, una cerveza grande. Le serví en silencio, luego me alejé al otro
extremo de la barra y dejé que bebiera solo. Cuando apuró su bebida, fui a la
trasera para poder situarlo en la playa, y tuve la suerte de que se colocó muy
cerca. Poco después, cuando salí para el siguiente cigarrillo, vi que junto al
hombre había tumbada una mujer, y de entrada me alegré. En el siguiente, me
sorprendió que ella no se hubiera movido. Seguía tumbada de lado, pero como él
le estaba leyendo algo de un libro e incluso le dio un codazo… Sin embargo, al
tercer cigarrillo, me fijé con más atención y no había duda de que era una
mujer de arena. La había esculpido dentro de una toalla de color oscuro, lo que
la hacía resaltar, y le había puesto un traje de baño de dos piezas para
completar el engaño. Sentí algo raro en el estómago. O puede que no fuera en el
estómago.
El resto del turno lo trabajé mal. A última hora discutí con el jefe de
cocina y salí rebotado del restaurante. Andaba mal de dinero para ir de
cervezas con los amigos, tampoco quería
encerrarme en la cueva, y fui a pasear por la playa. La gente ya se había
retirado, caía la tarde, supuse que estaba solo. Llegué hasta el agua, y cuando
regresaba vi al hombre triste y a su mujer de arena. La había esculpido de
nuevo, ahora mirando hacia arriba, con las piernas abiertas y alzadas. Me alejé
por pudor: en aquellos momentos le estaba quitando el traje de baño. Regresé al
restaurante, y puse una disculpa para ir a la trasera. Al llegar, vi que el
hombre estaba ahora entre las piernas de la mujer de arena. Su cuerpo tenso
vibraba como un insecto. Le hacía el amor, minuciosamente, sin apenas tocarla.
Había ternura, pero también desesperación. Rabia contenida. Sus jadeos, sin
embargo, aumentaron de pronto el ritmo de un modo inevitable. El hombre se dejó
llevar. Disfrutó. Estalló. Y, en un instante, había destruido a la mujer de
arena. Me fui de allí. Inmediatamente. Todavía puedo verlo con la arena
chorreado entre sus manos. Todavía puedo oír aquellas lágrimas, aquel lamento.
Hay una cierta tristeza que hace mella en mí, y por culpa de aquella
mujer de arena dejé de fumar. No me gustaba la trasera, ni me gusta la parte de
atrás de la vida. Tardé en librarme de la nicotina dieciocho días. A mediados
de septiembre, el jefe de camareros me retiró el castigo, y volví a trabajar
con normalidad.
publicado en La cosecha, pag. 47
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