sábado, 26 de abril de 2014

EL RELOJ DE LEJÍA


            El Ayuntamiento amenazó con cobrarme de golpe los impuestos atrasados de la última década si no me avenía a negociar la cesión de unos terrenos del monte para construir allí un mirador y zona de descanso del carril peatonal.  Había en juego manadas de turistas, y el aparejador que me acompañó a delimitar el tamaño del robo no había negociado nada en toda su vida. Me dijo desde Aquí hasta Aquí y desde el borde hasta Aquí y firma Aquí y se largó. Si no llevo coche, me deja allí tirado.  

            Ese terreno me había tocado a la pajita más larga en el reparto de la herencia porque nadie lo quería. Mis hermanos habían perdido todo vínculo con el pueblo y no estaban interesados en nada que no se pudiera poner de inmediato en venta para convertirlo en dinero. Yo lo intenté, durante años, pero nadie de los alrededores compraba el solar donde antes estuvo la casa de una loca y vendérselo a un foráneo era condenarlo al envite de unos vientos para los que genéticamente no estaba preparado. Mi tía Celina vivió allí medio siglo, sola, y ni ella pudo resistirlo. Las ráfagas heladas del invierno podían penetrar hasta lo más hondo de tu mente y dejarte el pensamiento en los huesos. Limpidez extrema, purificación por arrasamiento. Mi abuelo y el abuelo de mi abuelo llevaban allí los animales enfermos y el viento los curaba. Pero un humano es diferente. A mi tía Celina la dejaron en aquella cabaña porque no soportaba el contacto humano y lo perdió hasta consigo misma.

            Recuerdo que en nuestra infancia hablábamos de las manías de la tía Celina con un temor reverencial: teniendo la misma sangre, nos podía tocar a nosotros. Nadie iba a verla, salvo mi madre, dos veces al año, y podía tardar una hora en abrirle la puerta.  ¿Estás limpia?, le preguntaba desde el otro lado. Mi madre tenía que pasearse varias veces delante de la ventana, más guapa y engalanada que el día de su boda, y mostrar las muñecas para que Celina viera que no llevaba reloj. Al final, la cesta de avituallamiento y una garrafa grande de lejía aflojaban su resistencia y le permitía la entrada. Celina tenía la casa impoluta, obligaba a mi madre a descalzarse, en la hora escasa que pasaban juntas la atendía como a una reina y la colmaba de atenciones con tal de no parar quieta ni un solo instante. Agotaba estar a su lado, como si el tiempo y ella jamás hubieran llegado a un acuerdo elemental. Desde niña odiaba los relojes, el tic-tac, la monotonía impuesta, el ritmo de la vida de los demás. Su tiempo era personal, flexible, y no necesitaba otras referencias que el día, la noche, y las estaciones.

            Perdimos el contacto con Celina cuando murió mi madre, tan joven, y lo único que sabíamos de la tía era por los comentarios de los vecinos, pura especulación. La renta minúscula que le había asignado mi abuelo le llegaba para vivir, pero las sucesivas ventas de las propiedades de la familia le dejaban su parte correspondiente, y todo lo que necesitaba se lo traían a la puerta de su casa, donde colgaba un papel con el nuevo encargo. Al final de la lista, siempre, una garrafa grande de lejía. No tenía huerta, no tenía animales, ni de compañía, no tenía electricidad ni agua corriente. Pasaba los días tejiendo una mantelería de ganchillo tan complicada que en dos décadas sólo había hecho cinco servilletas. O eso decían las habladurías. Que su única ocupación era envejecer. Que cada día al atardecer sepultaba bajo tierra una hoja del calendario de taco. Que su mente sufría apurando cada segundo para no malograr su existencia. Pero nadie supo decir cómo la lejía se fue convirtiendo poco a poco en el reloj de su vida.

            Imagino que la tía Celina se levantaba muy temprano, llenaba el cubo de fregar con agua de lluvia, añadía una ración generosa de lejía, y restregaba hora tras hora los suelos, las puertas y cualquier cosa que quedara al alcance de sus manos frenéticas. Día a día las baldosas perdían el color, los zócalos y muebles el barniz, las paredes la pintura, luego el yeso y así hasta llegar  a los ladrillos. Para no intoxicarse con los vapores, las ventanas de la casa estaban permanentemente abiertas, y el cuerpo de Celina quedó expuesto a los vientos duros, crueles e inmateriales de esta región. La enfermedad  empezó a consumirla igual que la lejía arrasaba con la casa. En pocos años las baldosas perdieron el recubrimiento de gres y se volvieron arena. El entarimado pasó del blanco inmaculado a la pasta de papel y a la disolución. La tía Celina fregaba y fregaba hasta que desgastó los ladrillos de la cámara y llegó hasta las piedras, y tanto las restregó que dejaban ver la luz exterior. Y pasar el aire. Entonces el viento se cebó en su cuerpo maltrecho, lo resecó, mientras la casa se venía abajo corroída por la lejía.

            Mi tía Celina falleció a los sesenta y tres años, tenía tan poca carne recubriendo sus huesos que su cadáver no desprendía olor alguno. El repartidor avisó de su muerte con veinte días de retraso. Levantaron el cadáver, lo incineramos, lanzamos sus cenizas al viento que la había devastado, y pocos meses más tarde la casa se desplomó. En el sótano Celina guardaba una enorme provisión de lejía, que se encargó de disolverlo todo, hasta los cimientos. Un año más tarde en aquel solar no quedaba ni rastro de presencia humana. 
 
                                                                            publicado en Revista Cantárida 
 

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