Cuatro niños en
dos bicicletas pasan veloces por delante de mi tienda. Van sacando el agua de
los charcos, salpican de barro la entrada, la parte baja del escaparate. Debería
salir a reñirles, pero me da pereza. Rodeo sin prisa el mostrador, cojo un buen
puñado de serrín, lo extiendo junto a la puerta y me asomo a mirar. Qué rápidos
son esos críos, están llegando ya al fondo de la calle. Han dejado un rastro de
tenderos como yo asomados a la puerta de sus comercios, pero nadie les llama la
atención. Nos echamos unos a otros miradas lejanas, y una mirada triste a la
calle sin clientes. Los chavales doblan la esquina en dirección al Puerto Nuevo,
y por el lado opuesto aparecen Ramón Santiso y su sombra. Los tenderos se
esconden.
Ramón Santiso y su madre llevan hoy el paso
muy rápido, eléctrico. Cuatro días encerrados por culpa de la lluvia y han
tenido que salir a la fuerza, pero con desconfianza, con miedo a que el agua
les pille lejos de casa. Lejos significa esta calle, ir y volver. El agua de la
lluvia y la cabeza de Ramón Santiso no deben mezclarse porque él se quedó
colgado después de una paliza en una noche de aguacero. Dijeron que estaba
muerto, y luego decían que ojalá lo hubiera estado. Ramón Santiso se volvió
feroz. Su vida se detuvo en aquella pelea, y veinte años después su mente sigue
intentando que se proteja la cabeza, que se levante del suelo, que se defienda.
Tiene el cráneo astillado, lleno de dolor y de bilis. No se le puede dejar solo.
Ramón Santiso
esquiva los charcos con agilidad y, para compensar, su madre va detrás
pisándolos todos. Al llegar a mi altura, se detienen. Ramón se sitúa sobre el único
adoquín seco de ese tramo de la acera y desde allí me mira como preguntando:
¿Has sido tú? Desvío la mirada hacia las botas de su madre, de color escarlata:
son como pies de niña con una anciana dentro.
—Buenas tardes,
Casilda. Menos mal que dejó de llover.
—Menos mal —dice
ella, y sigue con la mirada los pasos de su hijo sobre los adoquines secos
hacia mi escaparate.
A Ramón Santiso
le gusta mi tienda porque vendo bombillas, y a él le pegaron demasiado por falta
de luz. Una buena farola enfrente de su casa y todo hubiera quedado en unas
pocas magulladuras. O en un ojo de menos, como Macial. O cojo redomado como yo,
que también recibí una paliza brutal más o menos a su edad. A la edad de
Marcial y también a la de Santiso.
Casilda sonríe,
con dejadez, mirando a su hijo absorto en el escaparate y cerca de otro ser
humano. La sombra de la locura de su hijo todavía no la cubre a ella, pero le
anda rondando. Ramón Santiso golpea con un dedo el escaparate, y señala hacia
abajo. Esta mañana he colocado en exhibición una bombilla nueva, diminuta, que
a pesar de su tamaño luce entre las demás como una estrella. Casilda me
acompaña al lado de su hijo, y se sitúa en medio de los dos, siempre en medio
de los dos.
—Mucha luz —dice
Ramón—. ¿Se puede mojar?
—No lo creo.
Pero seguro que muy pronto harán una como ésa que se pueda mojar.
Ramón Santiso
escucha. Arruga la frente y el esfuerzo afila su cara. De algún modo, logra
imaginar la bombilla que le digo y entonces su rostro se transforma. Los
músculos de su cara se ponen en tensión. Mastica sus dientes y hace crujir entre
ellos la imagen, sin duda una luz bajo la lluvia mostrándole la cara de sus
atacantes. Se estremece. Le duele. Sus ojos se esconden entre los párpados, su
boca coge aire y grita hacia el interior. Cierra los puños y los aproxima al
cristal, como si estuviera calculando la distancia. Entonces la mano de su
madre le toma con delicadeza un codo, apenas un toque.
—Es leche,
Ramón, es leche.
El mensaje tarda
un poco en llegar, pero llega, como siempre. En la cabeza trastornada de este
muchacho la lluvia oscura se puede iluminar y volverse leche. Casilda vuelve a
dar otro toque al codo de su hijo, y Ramón Santiso logra destensar un poco sus
nervios. Nos mira a los dos. Envaina la mirada de fiera y, avergonzado, nos da
la espalda. Busca un adoquín seco, salta, y sigue camino adelante. Casilda va
detrás, sujeta a su ferocidad, pisándole los charcos. Agita la mano para
despedirse de mí, o para espantar algo.
Nadie sabe, o
nadie dice, quién le pegó la paliza a Ramón Santiso. Pudo ser cualquiera de
nosotros, eran otros tiempos, nos abríamos camino a golpes, a mordiscos, a
botellazos... Pero crecimos, hubo un después, hubo un luego. Marcial, el
hijoputa que me dejó cojo, vende salchichas a la vuelta de la esquina, y cada
vez que le veo le oigo gritándole a su primo: ¡Pártele la pierna, Rogelio,
pártesela! Y no por eso he rebasado jamás la barrera de no dirigirle la
palabra. Procuro ignorarle, le maldigo cuando puedo, como supongo que hará él
porque yo le dejé tuerto. Pero insisto en que eran otros tiempos. Ahora todos
tenemos familia, hijos, el barrio ha mejorado, nos pertenece. Queremos
tranquilidad. Deberíamos hacer algo con Ramón Santiso.
publicado en Revista Cantárida
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