En un control de carretera, al salir
de la autovía, me pidieron la documentación y por instinto saqué el carnet de
la biblioteca. El policía lo observó con incredulidad, apretó los labios y,
para abreviar, me dijo: el Otro. Durante unos segundos me quedé perplejo, con
cara de inmigrante, preguntándome si no le parecía suficiente con mi nacionalidad
y tenía que añadirle otra... El policía golpeó el borde de la puerta con el carnet
de la biblioteca, de modo que me puse tieso, abrí de nuevo la cartera y le
entregué mi DNI. Lo miró sin demasiado interés, lo puso debajo del otro y, al
entregármelos, me dijo:
—Procura no distraerte en la
carretera, recuerda que estás conduciendo.
Entonces le miré a los ojos y le reconocí: era un vecino de Cifuentes.
Iba a decirle algo agradable, pero él tensó los músculos de la cara y me
devolvió una mirada que decía: Tú, a Mí, no me conoces de nada.
Un par de kilómetros más adelante la escena empezó a cocerse en mi
cabeza. El policía no me había regañado, ni me había tratado como a un idiota,
sólo me había pedido el Otro carnet con
una cierta complicidad. Era mi vecino pero también era cierto que no nos
conocíamos. No recordaba haber coincidido con él en ninguna parte, no
frecuentábamos los mismos bares y, como mucho, nos habíamos visto de lejos el
suficiente número de veces como para reconocernos de cerca. Del mismo pueblo,
pero no de la misma gente. Y el pueblo es pequeño, y la gente es poca. Y, como
estaba muy ocupado intentando recordar las caras de los vecinos y asociar
alguna con la del policía, no sé, una mujer, unos hijos, un amigo alto, uno muy
bajito y feo, tomé la desviación equivocada y cuando me di cuenta estaba dando
vueltas como un gilipollas en un barrio nuevo en el que todas las calles eran
iguales. Total, que llegué tarde a la biblioteca y me quedé pasmado frente a la
puerta cerrada mirando en el cristal esta cara de tonto que tengo. Lo mío no se
arregla ni con pastillas.
De nuevo en casa, le comenté emocionado a mi perro que iba a buscar al
policía. Ese domingo crucé casualmente por delante de los que salían de la misa
mayor, aparqué el coche al otro lado de la feria de ganado para verme obligado
a atravesarla, y recorrí el rastrillo media docena de veces haciendo como que
había quedado con alguien. Al final, encontré al policía. Estaba con el alcalde
y un par de concejales saludando a los paisanos que estrenaban la nueva
pasarela del Tejo, así lo decía el cartel: Nueva Pasarela del Tejo, y todos
ellos se pavoneaban con los cuellos muy tiesos y las miradas displicentes. No
había quedado mal, pero tampoco era para estrenar corbata. Eso sí, la pasarela
tiene una barandilla acristalada que permite ver cómo pasa el río, y eso es un
puntazo.
Poco después, el alcalde y la comitiva cruzaron la pasarela en dirección
a la feria de ganado, y a medio camino el policía se despidió de ellos. No
parecían muy amigos, puede que su presencia allí fuera obligada, aunque yo no
entendía muy bien la situación. Decidí seguir al policía y, después de verlo
entrar en la panadería y salir con una bolsa de plástico de la que asomaba una
chapata, nos alejamos de la parte vieja del pueblo hacia un bloque de pisos
aislado.
Mientras le seguía, pensé que el policía era nuevo en el pueblo, nuevo
como yo, que por desesperación vivía ahora en Cifuentes pero en el fondo no era
de allí. Pensé que no era bueno que dos personas que pueden relacionarse dejen
de hacerlo. Pensé en acercarme y saludarlo con afecto. Sentía la necesidad de
escuchar su voz, de contarle cosas, de comentarle que me había gustado lo
último de Julian Barnes... y hablarle de mi casa y de mis libros y de la
inteligencia, soledad en llamas. Pensé también en su negativa a conocerme. Debía
respetar sus deseos, y me quedé lejos. A una distancia prudente. Con la vista
en los zapatos. Sin atreverme a mirar cómo entraba en el portal y desaparecía.
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