La espuma de la cerveza negra dejó al
fin de burbujear y adquirió un aspecto de poliuretano seco. Marina la tocó con
el dedo. La huella permaneció un instante y comenzó a ser tragada por la crema.
Beni alargó las dos manos y cogió la pinta con ansiedad. Metió sus labios en el
líquido, sorbió más que beber, y sus ojos de gacela asustada otearon por encima
del borde del vaso. Marina vigilaba la entrada del pub, yo controlaba al
camarero. Cuando Beni llegó a la mitad del vaso, lo dejó frente a mí y bebió de
su refresco de naranja para quitarse de los labios el bigote de espuma. Me
relajé un poco. Miré hacia la ventana. La barca ya estaba saliendo del Puerto
Nuevo y se dirigía hacia nosotros. Pensé en el fracaso. No en ése, en Todo el
fracaso.
Esperamos los tres en el
embarcadero, alejados de la gente, como siempre. A Beni le había pegado la
cerveza y le temblaba una pierna. Miraba el agua tranquila con la intensidad de
quien busca algo. A nuestros pies, los mubles relucientes comían plástico entre
las rocas del fondo. La llegada de la barca agitó la ensenada, Beni enseñó los
dientes. Marina negó con la cabeza y se cruzó de brazos, enfadada. Una vez más
nos quedaríamos allí, estáticos, viendo cómo bajaban y luego subían uno a uno
los pasajeros, cómo llegaba algún rezagado y saltaba a la proa mientras
soltaban amarras, cómo se alejaba la barca hacia la desembocadura del Tejo,
cómo se agitaba al entrar en la corriente que se dirigía a la bahía y cómo, inevitablemente, al tocar la bocina,
Beni levantaría una mano y la agitaría con pena diciendo Adiós. Entonces Marina lo abrazaría, yo apretaría
los dientes y los puños, y regresaríamos a casa silenciosos por el camino más
corto posible. Beni tenía susto por culpa de la soledad. A los catorce años, la
vida ya lo tenía acorralado. Para que no se volviera un vegetal frente al
ordenador, teníamos que arrastrarlo a la calle y mamarlo a cerveza negra. Su
medicina, su Valor, como decía él, cuando decía algo.
—¡Venga, vamos! –gritó Beni de
pronto, y se puso en pie. Marina y yo nos miramos sorprendidos, ¡por fin!, y
cuando echó a correr le seguimos a trompicones.
Bajamos corriendo a la rampa de embarque. La cola de pasajeros estaba
llegando al final. Saltamos a la barca los tres. Beni sonreía. Nosotros nos
metimos dentro, en la cabina acristalada,
y Beni se sentó en el banco de proa, cerca de un grupo de chicos y
chicas de su edad, y algunos un poco mayores. Marina y yo nos cogimos de la
mano, estábamos muy nerviosos, ilusionados.
Aquellos chicos tenían una pinta delictiva. En una bolsa profunda y
trasparente llevaban cervezas, vino y una botella de sirope rojo. No
disimulaban muy bien sus maniobras alcohólicas: miraban a los lados, miraban al
suelo… Las chicas vestían desastroso, como embutidas en dos tallas menos, con
medio culo al aire y ademanes de futuras prostitutas. Ellos, deslenguados, todo
taco y ninguna sintaxis, tenían ademanes de aspirantes a camellos, se golpeaban
pecho contra pecho y se desafiaban lanzándose miradas sicópatas. Eran tan
tiernos como un cuchillo recién afilado. Beni se acercó a ellos, tambaleando, Cago en la hostia, dijo, se agarró los
huevos como Michael Jackson y provocó una carcajada. Luego cogió de la bolsa
una cerveza, la abrió y se la bebió de un trago vikingo, desbordando por la
boca y manchándose la camiseta. El grupo lo celebró con un rugido. La gente de
la cabina miró hacia ellos. Marina y yo sonreíamos encantados. Una mujer hizo
un comentario, juventud, vergüenza, degeneración, y nos miró a nosotros.
Soltamos una carcajada a dúo, y ella se cambió de asiento.
Tal y como habíamos acordado, Marina
y yo nos bajamos en el Puerto Nuevo. Beni se quedó con sus amigos y apenas se
despidió de nosotros con una mirada desdeñosa. Reconozco que tuve un momento de
debilidad, cuando pasé junto a él para desembarcar y casi le meto en el
bolsillo tra-sero del pantalón un billete de cincuenta euros. Marina me sujetó
la mano y tiró de mí. No le iba a destrozar a su hijo la ceremonia de
madurez. Dentro de media hora la barca
atracaría en la ciudad y comenzaba su iniciación. El cerebro de Beni tenía que
encontrar recursos, espabilar, manipular, hacerse con el control de las
personas hasta lograr sus objetivos. No llevaba móvil, ni dinero, sólo
elocuencia. Debería apañárselas como fuera para regresar a casa. Demostrar
independencia. Entonces podría negociar con nosotros su futuro. Dar sentido a
la inversión.
de La cosecha, pag. 95
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