El
cartel de la entrada anunciaba: Concurso Regional de Air Guitar. Debajo, surgiendo
de una explosión de luces y flases, la imagen de un adulto entrado en carnes,
con unos pantalones ajustados tipo leopardo, puesto de rodillas, tocando un
punteo con una guitarra inexistente en las
manos. El evento se celebraba allí mismo, en el salón central, esa misma tarde
a las siete. Gregorio miró a su maleta, era una buena maleta; luego echó una
ojeada que pretendía ser indiferente hacia el hall del hotel y tiró de ella con
energía, como obligándola a seguirle.
Mientras
se dirigía a recepción, Gregorio se sintió aliviado al encontrarse con un
cartel como el anterior, pero ahora cruzado con una
banda naranja que decía: Aplazado. Había otro cartel, al fondo, también
Aplazado, delante de una doble puerta entreabierta que permitía adivinar un
salón lleno de gente. Como no había nadie en recepción, se dirigió hacia allí.
A medio camino, pudo oír el sonido atronador de la tele y una voz de mujer,
demasiado enfática, que hablaba de crisis, fraude y prevaricación. Al llegar a
la entrada escuchó la sintonía que daba paso al bloque de noticias locales. En
el interior, una voz de hombre pidió silencio. Gregorio entró en el salón
cuando todas las cabezas se giraban hacia el televisor. Hubo un revuelo de
mantas grises. La tele mencionó la expresión incendio pavoroso, y la voz
que antes pedía silencio lo pidió de nuevo, esta vez por favor. Gregorio miró
hacia la pantalla y vio un bloque de pisos muy viejos echando humo bajo el agua
de las mangueras. Se escucharon varios gemidos en el salón. Alguien pidió que
subieran el volumen. El televisor era enorme, panorámico, con ruedas, y lo
habían colocado encima de la tarima, en medio de los altavoces destinados al
concurso de guitarristas sin guitarra. Las víctimas del incendio y sus familiares
se agruparon frente a él. Gregorio hizo rodar la maleta hacia un lateral y
caminó pegado a la pared, procurando no hacer ruido.
En
la tele, la imagen de la casa consumida por el fuego desapareció y en su lugar
apareció la misma casa dos horas antes, cuando sólo estaba parcialmente cubierta
por las llamas. La voz en off especulaba. Una anciana de las primeras filas dio
gracias a dios por seguir viva y algunas personas que la rodeaban comenzaron a
murmurar. Se armó una pequeña trifulca entre los familiares y quedó en el aire
un: Ha sido Amelia. Gregorio se situó en el fondo del salón, dejó la
maleta contra la pared, sacó las gafas del bolsillo interior de la chaqueta y
se las puso. La aparente desidia de su mirada dejó paso a una mirada
inquisitiva, profesional. Buscó entre las cabezas la de la anciana
presuntamente culpable. En la tele, apareció de nuevo la casa consumida, los
escombros, la ambulancia con el fallecido… y de nuevo los lamentos en el salón.
Una reportera envuelta en humo señaló
con la palma de la mano las ruinas y comenzó a decir cosas: espectáculo
dantesco, recuerdos calcinados, desgracias personales, y lo remató diciendo que
sin duda el ayuntamiento, la compañía del gas, la eléctrica, todos los
implicados deberían demostrar que hicieron las revisiones oportunas y ofrecer
al público una explicación tranquilizadora ante semejante exceso de
casualidad. El salón se quedó cortado. Gregorio tuvo que hacer un esfuerzo
para no echarse a reír.
El
telediario pasó a otra noticia. Algunas personas sentadas se pusieron en pie y
de inmediato se formaron corros que hablaban una jerga mezcla de indignación y
perplejidad. No hay derecho. El pasante de Gregorio salió de entre la
gente buscándole con la mirada. Los ojos de ambos se cruzaron. Gregorio se
encaminó hacia la salida y su ayudante le siguió. No se dirigieron la palabra
hasta tomar asiento en un reservado de sillones, frente a recepción.
—Entonces,
¿piensan denunciar a la vieja?
—Fijo,
casi todos. Pero no tienen nada que hacer, ni los del muerto. Parece que la tal
Amelia lo esperaba, ganará ella. De todas formas, habrá otras demandas, muchas,
por eso te llamé.
El
pasante le entregó un bloc de notas. Gregorio lo revisó, asintiendo, luego miró
el reloj y le envió al despacho de abogados a consultar unos datos. Quedaron en
llamarse por teléfono a lo largo de la noche. Como el recepcionista estaba ya
en su puesto, se dirigió con la maleta hacia él. Mientras rellenaba la ficha,
no perdió de vista el salón. La gente salía en grupos, discutiendo; continuaban
los nervios y los enfrentamientos. Observó que las víctimas conservaban aún sus
mantas grises. El miedo no les dejaría dormir, la noche sería larga, había que
hablar de dinero. Gregorio firmó en la ficha y se la entregó a recepcionista,
que comenzó a teclear en el ordenador. Luego cogió de una bandeja un
cuadernillo publicitario. En la cubierta, sobre un fondo amarillo chillón, el reclamo
en negro decía: La perspectiva no es una ciencia, es una esperanza. No
quiso saber qué vendían, no quiso ni abrirlo, y lo dejó en su lugar.
de La cosecha, pag. 119
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