Después de ella sólo le
quedaba su puerta. Nada más. Día tras día estaba plantado delante de su puerta
y nadie respondía al timbre. Como si ella no estuviera. O estuviera quieta, en
silencio, haciéndose la ausente. Seguro que no se movería hasta que el timbre
dejara de sonar y él se hubiera marchado. Aunque tal vez ya no le importaban ni
él ni sus llamadas. El caso es que ella ya no estaba.
Hacía
mil años él había sido parte de ella, y ella de él. Eran sólo uno, uno sólo,
dos, ambos, uno y otro... Cambiando muy rápido, siempre intercambiando, siempre
en movimiento. Vivos. Tanto como era capaz de soportar la máquina. Pero tenían
un secreto. Todo comenzó cuando él se fue. Y al regresar todo terminó porque
ella hizo que se fuera. A partir de ese momento, cada vez que él volvía tenía
que conformarse con estar ante su puerta. Sin ser, sólo estando. Y allí cada
hora eran demasiados minutos.
Hasta
que pasaron las semanas y ella permaneció el tiempo suficiente sin ser vista como
para convertirse en una imagen neblinosa que circulaba por el cerebro de él.
Esa imagen no era ella, la verdadera, la actual, sólo era el recuerdo de ella
en la mente de él. Sin embargo, la que todavía seguía allí, inmutable, era la
puerta. Eso al menos era real. Y cuando él comprendió que lo último que
recordaría de ella sería su puerta, con sus formas, sus adornos, las marcas características
y los defectos a los que había lanzado lágrimas en silencio, consideró que había
llegado la hora de marchar. Con la puerta como único recuerdo, salió en busca
de un agujero al que poder llamar casa. Desde ese preciso instante, decidió, de
decidir, que ella ya no era. Al menos, para él, había sido.
Pero él no era bueno tomando
decisiones, y para olvidarse de ella se dedicó a fabricar armarios en la nueva
casa. Primero vació todas las
habitaciones y tapió las ventanas. Sólo dejó lo esencial: cielo raso con una
bombilla pelada en el centro, cuatro paredes
y un suelo entarimado que hablaba a cada paso y le hacía compañía. Lo
ineludible. Después llenó las habitaciones de piezas de madera y herramientas.
Apenas comía, apenas dormía, siempre estaba trabajando en los armarios. Sus
movimientos estaban dotados de una precisión absoluta que al requerir la máxima
concentración impedían la fuga mental. Se convirtió en una prolongación de sus
herramientas. El único objetivo era la construcción de armarios. Armarios
totalmente rodeados de puertas. Por los cuatro costados, también arriba y
abajo. La puerta de arriba servía para cambiar de perspectiva, para asomarse;
la de abajo golpeaba contra la tarima, quedaba entreabierta a la posibilidad de
atisbar un vacío sin fondo. Y todas esas puertas eran idénticas a la puerta de
ella. En realidad todos esos armarios eran su puerta. Y cada vez que estaba
ante cualquier puerta de uno de sus armarios era como estar ante la puerta de
ella. Esperando. De nuevo. Solo. Hasta que llenó la casa de armarios y ya no le
quedó suelo que pisar. Entonces el tiempo se detuvo. Pudo oírlo. Fue como si la
nada crujiera entre sus manos. Manos de dolor encallecidas.
Ya
no existe ni pasado ni futuro. Ni recuerdo ni esperanza. Sólo importa lo
inmediato. Su mente desvaría entre los escombros de lo que fue. Juega a crear
pesadillas que no se diferencian en nada de la realidad. Vive encima de los armarios,
sentado, vigilando. Sabe que esa puerta, que ya no se abre para él, pronto se
abrirá para otros. Para cualquiera de esas sombras que se aproximan lentamente
en una fila interminable que se pierde en el horizonte. Y quiere ser otro, disimularse
entre las sombras, si es necesario renunciara a su identidad para que se le
abra esa puerta una vez más. Pero eso es imposible porque no está ante la
puerta de ella, sino sentado encima. En otro plano. Con el cuerpo en
horizontal, fuera de la gravedad. Si sus deseos se cumplen y ella abre la
puerta, él caerá sobre la pared del recibidor o tal vez sobre su cuerpo. Y en
efecto ella le abre. Y él cae. Pero no puede abrazarla, la confluencia de
planos sólo permite una línea de contacto y apenas si puede asirse en
perpendicular a los pechos de ella. Ella se libra de sus manos, con asco, y él
queda aferrado al borde del alero de su cintura. A punto ya de caer, todo se disuelve
entre sus dedos. Sus manos agrietadas. Necesita una salida. Y la salida se
encuentra, una vez más, en el interior del armario, donde duerme agazapado. Es
un animal enfermo. Suplica una tregua. Por puro agotamiento, deja de buscarla
en su mente. A fin de cuentas, ella siempre va en la otra dirección. Sólo le
queda el consuelo de su aroma en las encrucijadas.
Vuelven los días amables. Regresa el
optimismo. Él se pasa las horas entrando y saliendo de los armarios, como el
que va de paso, o paseando. A cada puerta que abre formula un deseo, una
súplica. La herida sigue abierta y por más que desvíe la mirada no dejará de
sangrar. Tiene que ir a verla. Verla de ver, ver de tocar, tocar de sentir, y
así resucitar.
Cuando
va a verla, ya ha pasado todo el tiempo, y mucho más. Por infinito que sea el
tiempo. Pero ella le recibe con los brazos abiertos. Aunque no es ella, claro.
Ni tan siquiera se parece a ella. Es otra persona. El tiempo no compartido la
ha desligado de la imagen que él poseía y no puede reconocerla. No recuerda
ningún secreto compartido. Hablan, rememoran su pasado común, sin prisa y sin
pasión. Él se siente como si fuera otro hablando de terceras personas.
—Yo
también te encuentro a ti diferente —le dice ella.
Y él también se siente diferente a sí mismo. Ahora vive en un presente
exhaustivo. Sólo cuando se despiden, y ella cierra la puerta, al verse delante
de esa puerta, siente un vació. Un vacío que su intemporalidad le impide
definir.
de La cosecha, pag. 131
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