En la colina de la esperanza
¡Hey, Abuela, una foto, que estás muy guapa!
Se pasó todo el verano diciendo Hey y cantando aquella
canción de ‘4 non blondes’. La letra se le había incrustado en la cabeza,
hablaba del fin de la hermandad de los hombres, de la llegada del siglo de las
mujeres, la revolución femenina. Era su primer año en Nueva York, nos trajo
tantos regalos que la maleta reventaba. Mi madre nunca quiso quitarse el gorro
playero de su nieta, y eso que no le dijimos nada, se murió sin saberlo.
Han pasado veinticinco años, como en What’s up, y a
nosotros no nos queda ni destino ni esperanza. Yo también lloro cuando me tumbo
en la cama, cuando me levanto de la cama, intentando sacar todo ese dolor de mi
cabeza. Al principio gritaba, si estaba sola, pero sonreía ante mi madre y le
decía: “Sí, ha llamado, cuando estabas en la compra, y ha preguntado por ti, te
manda muchos besos.”
Mi marido lo intenta, dice que lo intenta, nunca ha
pasado de ahí, de intentarlo. Quería contárselo a mi madre, pero era incapaz de
admitirlo él mismo. ‘Desaparecida’ es un término ambiguo, hasta que pasan los
años y no aparece. “¡Me gustaría tanto oír su voz!”, dijo mi madre horas antes
de morir. Le prometí que la llamaría. “¿No ha llamado todavía?” “No mamá, no
contesta, le he dejado un mensaje. Estará dando una vuelta”.
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