domingo, 9 de diciembre de 2012

ICONOS


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            A las cuatro y media empezó a llover. Habíamos quedado a las cinco, y Sonia dejó bien claro que si llovía la cita quedaba anulada. Como el optimismo me había impedido llevar paraguas, corrí a refugiarme en los soportales de la iglesia. Me entró frío y decidí esperar dentro, por si escampaba.
            Había algunas personas diseminadas por los bancos, rezando de rodillas o sentados hablando con Dios. La capilla de la Virgen de la Luz estaba vacía. Me arrodillé en el reclinatorio, recé dos avemarías y le pedí perdón por no haberla visitado en las últimas semanas. La Virgen me perdonó de inmediato con hermosas palabras susurradas en mi oído. Le hablé entonces de Sonia, de lo enamorado que estaba de ella y, si me hacía el favor de cortar la lluvia, como yo le encendía velitas y tal...
            Que yo recuerde era la primera vez que la Virgen dejaba de hablar conmigo en mitad de una conversación. Le pregunté si estar enamorado significaba que ya no me iba a contar más secretos de las chicas. No dijo nada. Me enfadé, tomé asiento y observé su figura de alabastro. La cara era la de mi madre de joven, eso ya lo sabía, pero nunca me había fijado en que sus manos y su postura de arrogante humildad eran idénticas a las de Sonia. Me levante sin despedirme y salí de la iglesia con idea de no volver. Esa noche llamé a Sonia y rompimos, le dije que a mí me encanta la lluvia.

                                                                                     de Silencios que me conciernen




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