lunes, 25 de febrero de 2013

EL PAN Y LA MERMELADA

            El pan estaba duro y la mermelada amarga. Tobías cogió la tostada por una punta, la golpeó varias veces contra el borde del plato y dijo Do-Do-Do, con un sonido de ultratumba. Sus compañeros de mesa, dos mujeres y tres hombres, le imitaron al instante, y se formó una improvisada orquesta. Comenzaron a volar por los aires astillas de tostada fósil. La cuidadora no tardó en aproximarse a la mesa.
            — ¿Qué ocurre aquí? —puso los brazos en jarras y mirada de madre no hay más que una. Tobías levantó la mano, como un director de orquesta, y al bajarla el ruido se cortó en seco. La cuidadora sacó pecho con gesto airado. Se le incendió la cara.
            — ¡Otra ved usted, Tobías! ¿De qué se quiere quejar en esta ocasión?
            Tobías miró a la mujer de arriba abajo, con asco exagerado. Se llevó una mano a la boca, extrajo su dentadura postiza y la clavó en la tostada. Sonrió a la cuidadora con labios arrugados y ceceó bien alto para que todo el comedor pudiera oírlo.
            — Y de la mezmelada no hablemoz. Ezto no hay Dioz que ze lo coma.
            La cuidadora soltó un bufido, cerró los puños, le dio la espalda y se dirigió con grandes zancadas hacia las puertas abatibles que daban acceso a la cocina. Diez minutos más tarde, regresó con el director de la residencia.
            Apenas entraron en el comedor, fueron recibidos con una algarabía de protestas acompañadas por un castañeteo aterrador, procedente de las dentaduras postizas de todos los presentes, que habían imitado a Tobías y las tenían ahora entre sus dedos. Sin embargo, el director no se dejó amedrentar y caminó pausadamente en dirección a la mesa de Tobías, haciendo inclinaciones de cabeza como si le estuvieran aplaudiendo. Hizo también una reverencia a Tobías, respiró y soltó un grito tremendo:
            —¡Silencio!
            El comedor entero se petrifico, como las tostadas, y pasaron unos inquietantes segundos hasta que el director comenzó a hablar.
            — Bien, Tobías, otra vez revolucionando al gallinero. Otra vez sacándome de mi despacho y obligándome a venir aquí a reprenderle. Estamos de usted hasta las narices. Al final vamos a tener que envenenarle la comida para que nos deje en paz. Aunque, como somos muy compasivos, y tampoco es cuestión de ir dejando huellas por ahí, puede que prefiramos inyectarle burbujas en vena o alimentarlo con algún tipo de suero desnutrido, no sé, ya se nos ocurrirá algo. O tal vez decidamos resarcirnos de todas las molestias que ha ocasionado a esta institución y escojamos un método de tortura más sofisticado, por ejemplo podemos tirarlo por las escaleras y romperle sus débiles huesos y una vez escayolado jugaremos con los contrapesos como si usted fuera una marioneta. Pero no, ése no es un buen método, tendríamos que oír sus gritos día y noche. No. Será mejor que le cambiemos las pastillas, le daremos un depresivo potente y dejaremos a su alcance navajas de afeitar, y quitaremos los topes de las ventanas para que usted escoja cómo quiere suicidarse. Aunque ahora que tenemos ratas en el sótano, creo que trasladaremos su cama allí abajo. Qué le parece.
            Tobías desenganchó su dentadura de la tostada y se la metió en la boca. Sonrió con unos dientes impecables.
            —Las tostadas están duras y la mermelada demasiado amarga.
            —A mí eso me suda los cojones, Tobías.
            —Es usted un mal hablado.
            —Y usted un mierda de anciano.
            —Exijo que nos cambien las tostadas y la mermelada.
            —Muérase, viejo imbécil.
            El director le dio la espalda y abandonó el comedor entre castañeteos de dientes. La cuidadora le seguía con la cabeza gacha.
            —¿Qué le ha dicho hoy de nuevo? –preguntó un sorderas a su compañero de mesa.
            —Que hay ratas en el sótano.
            —Eso no es nuevo. Leyenda urbana. ¿Y nos cambian las tostadas o no?
            —Desde luego que no.
            —Pues mañana tendremos una de barricadas, joder, con lo mal que tengo los riñones.
            —No te quejes, tú al menos eres sordo y no tienes que aguantar lo de los dientes. En la próxima asamblea, volveré a proponer lo de orquestar las dentelladas. No se puede vivir sin ritmo. Estamos acabados pero tenemos dignidad.
            Se metieron las dentaduras en las bocas y siguieron desayunando. Alguien dijo que se había enfriado el café. Entonces Tobías comentó la necesidad de elaborar un plan de fuga, y los ojos de los presentes se iluminaron como estrellas.

                                                                      publicado en Revista Cantárida



1 comentario:

  1. Llegará el día que a los 50 habrá que entregar la cuchara salvo tengas mucho dinero o seas cura .

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