miércoles, 25 de septiembre de 2013

BAJO CUSTODIA

            Al amanecer un camión cisterna saca brillo a la carretera. Vicente abre los ojos. Anoche dejó abierta la ventana porque la capacidad de la habitación era insuficiente para contenerlo y ahora lo lamenta. Se levanta de la cama y cierra la ventana. El mundo pierde el volumen. Baja la persiana y desaparece la imagen. 
            —Todavía no es miércoles —dice Vicente—, a partir de hoy voy a decidir cuando comienzan y cuando acaban los días.
            Regresa a la cama. Intenta recuperar el sueño pero le resulta imposible relajar los músculos. Su cuerpo se va activando sin su permiso. Como se resiste, la vejiga le obliga a levantarse e ir al baño.
            —Un día de estos, voy a implantar un mecanismo mental que me permita controlar la orina. Yo decidiré cuándo y dónde mear.
            Levanta la tapa, orina, y mira los dibujos de la cortina de la ducha.
            —Esta cortina es horrible, solo con pensar en ducharme ahí adentro y que mi cuerpo se quede impregnado con esos dibujos...
            Su voz sale del cuarto de baño, rebota por la habitación y regresa inmaculada a sus oídos. Vicente está solo. Si habla en alto es por obligación. Estar siempre acompañado es una norma social y el que rehúye la compañía es castigado por la ley. Vicente está bajo vigilancia para ver si se adapta a la realidad y encuentra compañía por sí solo. Si no la encuentra, volverá al psiquiátrico, o deberá pedir que le asignen un acompañante. Vicente cree que esta vez tendrá suerte, su psiquiatra le ha inyectado suficientes medicamentos para que buscar compañía sea algo más que un deseo. El único problema reside en controlar los nervios, los temblores. La gente nota que lo suyo es químico, los grupos no lo aceptan, y las demás personas solitarias a las que se acerca no tienen buena disposición. Nadie prohíbe a los solos juntarse, pero la ciencia ya ha advertido que un individuo que ha buscado una vez en su vida la soledad volverá a hacerlo y, salvo que se junte con una persona gregaria, tendrá muy pocas posibilidades de no recaer. El Consejo Médico considera que un solitario debe buscar alguien sólido cuyos lazos con el grupo lo sometan a la disciplina de la compañía, de forma que aunque sienta el impulso de abandonarse a la soledad siempre haya un familiar o un amigo cerca. La soledad es una enfermedad, dice la norma, y el paradigma de lo correcto es estar vinculado a los otros, que nuestros pensamientos más íntimos surjan de nuestras bocas con naturalidad ante ellos. Que sean compartidos, entregados con generosidad a los que nos acompañan. Los solos son egoístas y la sociedad debe cuidarse de ellos. A los reincidentes se los enclaustra para que comprueben hasta qué punto es dolorosa la soledad. Nadie que ha probado una celda de aislamiento acolchada hasta el techo vuelve jamás a rehuir la compañía. Vicente lleva tres años de visitas intermitentes a una de esas celda Allí ha aprendido a volver a hablar en voz alta. Muy alta. Pero no consigue llevar el alma al descubierto.
             Vicente se viste y sale de su piso.
            —Pues sí que es cierto que ha salido una mañana preciosa –dice, por si alguien le escucha, para dar la sensación de que continúa una conversación que puede ser retomada en cualquier momento. Para que todos piensen que sus segmentos de soledad son tan breves que no merece la pena guardar silencio.
            Un hombre sube por la escalera. Se miran temerosos.
             —Voy a tomarme un café con leche y unos bollos –dice Vicente, y el hombre se apresura a contestarle.
            —Yo he hecho lo mismo hace unos instantes y estaban deliciosos. Francamente, cada día hacen mejores bollos, y uno se levanta contento de la cama pensando que en alguna pastelería le está esperando esa alegría...
            —Y esas tazas humeantes –dice Vicente, y ambos se detiene uno frente a otro para cumplir el protocolo, para que nadie esté solo ni cuando va de camino.
            —Yo adoro el café  —dice el hombre.
            —Y toda mi familia –dice Vicente.
            —Es curioso que haya familias cafeteras y otras que no lo son.
            —Cosas de la libertad de elección.
            —Somos afortunados por vivir en una democracia.
            —¿Verdad que es maravilloso?
            Durante unos segundos, ambos guardan silencio. Hay angustia en sus miradas.
            —Será mejor que nos separemos, esto es peligroso —dice Vicente.
            El hombre asiente con la cabeza y se separan. Pero siguen hablando a gritos para que nadie sospeche.
            —¡Las dos últimas canastas fueron ilegales! –dice Vicente.
            —Discrepo con usted –dice el hombre—, pero podemos quedar para ver el vídeo.
            —Gracias por invitarme, lo pensaré –dice Vicente, y mira por el hueco de la escalera. No se ve a nadie. Por si acaso, pone el piloto automático, y deja que su boca disimule mientras su pensamiento queda a resguardo.
            —Por supuesto, claro, es evidente… Y algunas de las cosas que se pueden decir sobre ese particular... No es sin embargo cierto... Yo mismo pienso que... ¿Usted cree...?
             Vicente procura acelerar el paso. Llega al portal. Sus fórmulas verbales quedan flotando en la escalera. Sale a la calle y respira aliviado. Ahora solo tiene que mover los labios y todos pensarán que no es un solitario. Que es un gregario que va de transito.
 
                                                                     publicado en Revista Cantárida 
 


martes, 17 de septiembre de 2013

ENFERMERA GUAPA


            Hoy hace tres semanas que me extirparon el riñón derecho. Estoy contento porque anoche pude dormir sobre la herida de veinte centímetros que ha sido el eje de mi sensibilidad durante todo este tiempo. Al principio, después de la anestesia, la herida gritaba tanto que las enfermeras la obligaban a callarse con litros de calmante líquido que me entraba directamente por la yugular. Tenía también un drenaje saliendo de mi tripa, una sonda que me metieron por el agujero del pito hasta la vejiga y una vía de acceso periférico en el brazo izquierdo; toda una infraestructura que me mantenía inmóvil, oscilando entre el dolor y el aturdimiento. ¿Y yo? ¿Dónde estaba yo mientras tanto?
            Pequeñito, muy pequeñito, estuve agazapado veintiún días en el oído izquierdo, junto a la salida, sujeto a los pelillos y muerto de frío y de miedo. Desde allí he visto a las enfermeras diligentes haciéndome las curas, lavándome con una esponja tibia, cambiando el suero, las bolsas de antibióticos, tomándome la temperatura y la tensión. He sido un enfermo muy silencioso. Hablaba poco porque el hablar lo tenía en automático, función agradecimiento: supongo que les di las gracias hasta por hacerme daño. Sus amables cuidados me proporcionaron el calor y la confianza que necesitaba para regresar a la vida.
            Hoy al levantarme he comprobado que el hombre pequeñito ya ocupa todo el cuerpo. Lo sé porque sólo noto la herida cuando estornudo o me río a carcajadas. La cabeza ha recuperado al fin el gobierno y desde hace horas ordena los recuerdos. De esta primera operación de riñón quedará, sobre todo, la imagen de una enfermera guapa, luminosa, vista desde el refugio para el dolor que ahora tengo instalado en el oído izquierdo.
 
                                                                 de Silencios que me conciernen
 

sábado, 14 de septiembre de 2013

CAMPO DE GARDENIAS

            El artículo ocupaba ocho páginas del suplemento dominical. Tenía fotos, esquemas, gráficos e incluso un pequeño diccionario de términos comunes. Hablaba de mi generación, con frialdad sociológica, y era tan certero que resultaba implacable. Como un tiro en la frente, pensé, y, al pasar la página, en un listado de imágenes recurrentes asociadas a mi edad, figuraba la bala de diamante imaginaria que se dispara Marlon Brando en Apocalipsis Now. Primero me puse rojo, luego empezaron a temblarme las manos y dejé caer el suplemento al suelo. Me sentí viejo, acabado, entonces mis ojos cayeron sobre el titular del artículo, Generación Acabada, y me reí como hacía tiempo que no me reía.
 
                                                          de Silencios que me conciernen


sábado, 7 de septiembre de 2013

ESCALERAS


            El portal de mi casa no es un sitio acogedor al que me guste llegar de madrugada, agotado, hecho trizas, después de pasarme la noche sirviendo copas a un puñado de ansiosos a cambio de un dinero que no paga esta derrota. No puedo más, y me quedan por delante seis pisos, sin ascensor, en una casa señorial con tramos de escalera tan largos que pienso que la cama es un territorio soñado, irreal, imposible de alcanzar.
            Si estas escaleras tuvieran corazón se volverían mecánicas por mí. Comprenderían que he sido un buen chico. Que he deseado probar cada gota de alcohol que ha salido de cada botella y ni tan siquiera he pasado los dedos por la barra para llevármelos a la boca. Si esta barandilla, con barrotes como cárceles, tuviera un motorcito allá en lo alto, me montaría en ella, y haríamos el amor, como poco, hasta el descansillo del tercero. Y si llego hasta el tercero entonces que me llame golfo, canalla, que intente delatarme con sus crujidos de vieja celosa, porque estaré a un piso de mi casa, muy cerca ya de mi cama, y, a estas horas, no hay amor más grande que la almohada.
 
                                                                    de Silencios que me conciernen
 
 
 

jueves, 5 de septiembre de 2013

LA ESPADA


Los Reyes Magos de mi tía Lola llegaban siempre tarde. Ella padecía de un tipo de reúma que en invierno atenaza las articulaciones y convierte la sangre en plomo. Recorrer un kilómetro escaso le llevaba horas, pero se negaba a que nosotros fuéramos a recoger los regalos. Los Reyes de mi casa me traían cuadernos, libros mitad texto mitad dibujo, unas zapatillas de cuadros y un bolígrafo largo con abrecartas. Mi tía era la portadora de la espada.
            Cuando al fin llegaba, cerca del mediodía, yo le servía media copita de Aníbal, gran quinado, y ponía ojos de falsa sorpresa ante su regalo. Luego le daba una sarta de abrazos, besos y achuchones, desenfundaba la espada y salía de casa dando gritos. Cruzaba delante de mis amigos, que jugaban con sus mecanos, sus coches dirigidos por cable, los bota-bota con muelle para matarse y los patines de ruedas metálicas. Les decía que iba a jugar con mis primos de San Ignacio.
            A medio camino, en los zarzales de Sarriko, le quitaba a la espada su ridícula punta de ventosa de goma roja. Con un arma semejante no podía tener enemigos reales y el juego consistía en avanzar por la maleza haciendo una masacre vegetal. Como un conquistador en mitad del Amazonas. Más o menos a la hora de comer, la selva terminaba frente al muro de la Clínica 18 de Julio. Entonces yo preparaba mi única estocada, tiraba a matar y la espada de plástico se partía por la mitad.
 
                                                         de Silencios que me conciernen