Todos mis pensamientos convergen en ti,
y, mientras tanto, en el mundo feroz, el autobús de la residencia se detiene
junto a la entrada del centro comercial y de su lóbrego interior desciende una
anciana menuda, nerviosa y de gesto amargo. Lleva prisa.
La
anciana recorre el pasillo central con paso decidido, sin mirar a los lados,
tiene la vista puesta en unos cabellos fluorescentes de colores que ondean a la
altura del supermercado.
En
la puerta de la peluquería habla con una chica de uniforme verde y pelo butano,
que no se parece en nada a ti y en cuya ficha no pone tu nombre. La
chica sonríe, escucha con atención, teclea en el ordenador y ofrece pocas
esperanzas. Tras consultar el reloj, la anciana responde con una negativa.
Visita
otras dos peluquerías y en la última la atienden de inmediato. Le hacen un
cardado sencillo, sin tintes. La ira de su rostro queda mitigada por una
luminosidad falsa.
La
anciana regresa a la entrada por un pasillo lateral. Su caminar tiene ahora un
aire taciturno. Bajo los labios apretados, va masticando palabras, y cada pocos
pasos se detiene para asentir o negar, indistintamente. A medio camino, se enfrenta
con su propia imagen en la luna de un escaparate. Discuten. Ella consigue ganar
y zanja la discusión con un golpe de bolso en el cristal. Acelera el paso.
En
el hall principal, entra en la primera cabina de Internet que no le huele a
nada en particular, sólo ambientador neutro. Corre la cortina, se acomoda en el
asiento y pone la mano sobre una placa luminosa que tiene el dibujo de una
mano.
Sin
responder al saludo de protocolo, solicita la ayuda de un abogado.
La
anciana habla con el Servicio Jurídico Gratuito hasta consumir su tiempo. Sabe
engarzar las palabras en un discurso en espiral cuyo eje es la desesperanza. Le
conceden dos prorrogas de larga duración, y también las agota. Sólo se detiene
cuando aparece en la pantalla la tarifa oficial del colegio de abogados. Guarda
silencio y se aferra a su bolso. Le piden que espere unos minutos la
elaboración de la respuesta.
Antes
de ofrecerle consejo profesional le ofrecen varias opciones de comunicación. La
anciana escoge todas las casillas de la derecha. Ni adornos, ni tecnicismos, ni
acuerdos: las cosas claras, en palabras sencillas y hasta las últimas consecuencias.
Como tú y yo, pase lo que pase.
El
ordenador recibe la respuesta, busca en el archivo de abogados y escoge uno de
voz sosegada, familiar, dentro del parámetro: Disgustos a la Tercera Edad. El
seleccionado es un joven guapo, un poco despeinado, tierno, el imán irresistible
de los besos de una abuela.
Ante
el saludo efusivo del abogado, la anciana quiere sonreír, pero no le sale. Se
envara en la silla y dice:
—Preparada.
—Mire
usted, Amelia, el consejo que yo le doy es que no presente la denuncia. Mi
experiencia me dice que perdería el caso y los pocos ahorros que le quedan. No
quiero decir con esto que usted no tenga la razón, pero creo que la justicia se
inclinaría hacia el otro lado. Legalmente, la persona a la que usted quiere
demandar, actuó bien.
—No
es verdad.
—Lo
es. Y es más, de no haber hecho lo que hizo, entonces sí que hubiera tenido que
responder ante la ley. Yo comprendo que es triste, desconsolador, que toda una
comunidad de vecinos le pague la universidad al chico del cuarto derecha, que,
como usted misma ha dicho, es un muchacho inteligente y honesto, para que evite
que les derriben el edificio, y que, precisamente, nada más obtener el título
lo primero que hace es presentarse con una orden y demoler sus viviendas. Es terrible.
—Y
una falta de respeto, somos sus mayores...
—Lo
sé. Y estoy seguro de que para él no tuvo que ser una decisión fácil de tomar.
Hágase cargo de que lo hizo por su propia seguridad. Según consta en el informe
del colegio de arquitectos, no había posibilidad alguna de reparar los cimientos...
—¿Quién
habla de cimientos?
—Corrían
peligro, les salvó la vida.
—Sólo
el pellejo, creo que no me entiendes.
—Ustedes
cometieron un error. Actuaron de buena voluntad dándole esa beca, pero no
tuvieron en cuenta que los estudios cambiarían al muchacho, se convirtió en un
adulto, un buen profesional que supo cumplir con su obligación y ustedes...
—Escucha,
Internet, que por más que te lo explico parece que no te enteras. Nosotros,
toda la comunidad, sabíamos que el edificio no tenía remedio. El edificio no,
pero nosotros sí. Y por eso le pagamos los estudios al chico, para que nos
mintiera y de paso también para que mintiera por nosotros. Con autoridad y un
título por delante. Él no quiso mentir, simple y llanamente, porque es malo.
¿Qué le costaba inventarse un buen papeleo, le hemos dado estudios, no?
Hubiéramos muerto felices viendo cómo intentaba salvar la casa, y en vez de eso
nos estamos muriendo de asco en residencias separadas. Hace un mes enterramos a
Vicente, el último hombre. Ya solo quedamos viudas. Es una vergüenza. Un trato
es un trato...
La cara del abogado de la red se congela un
instante y el ordenador altera sus facciones para que parezca consternado. Por
debajo se oye su respiración, que por contagio ha perdido el sosiego.
La
anciana llora, se desahoga y luego se quita los mocos con un pañuelo de tela
bordada. Cuando vuelve a mirar a la pantalla, su rabia sigue intacta.
—Voy a perder el autobús y estamos
peor que antes...
—Dígame usted lo que desea y
encontraré una solución.
—Qué solución.
—La mejor que encuentre, Amelia, qué
quiere que le diga...
La
anciana respira y luego habla entre dientes, triturando cada palabra:
—Que
se sepa. Al menos quiero que se sepa. Que la gente se entere de lo que nos
hizo. Esto es Internet, aquí está todo el mundo, ¿no?
—Así
es, Amelia. El problema reside en que no podemos divulgar un caso que no ha
llegado, ni probablemente llegaría, a los tribunales.
—Tu
eres listo, Internet, dame algo.
...
—De acuerdo, espere un momento...
—Cuánto momento...
—Tres
minutos, como mucho cinco, se lo prometo.
—Venga,
espero.
En
la pantalla aparece un cronometro que al avanzar deja una estela de flores, flores
sobre tu lecho. La esfera cumple una vuelta por cada minuto prometido,
hasta cinco, y luego regresa el nieto perfecto.
—Bien,
Amelia, usted misma nos ha dado la solución.
—A
ver.
—Si
le parece bien, entregaremos la grabación de esta charla, y los vídeos de
seguridad del centro comercial donde usted aparece, a un escritor aficionado.
Él será el encargado de contar su historia, añadiendo algunos toques personales,
licencias poéticas, de manera que parezca una ficción, un cuento. Es para
evitar una demanda. De esta forma su caso será conocido. No le voy a engañar,
la difusión no es grande, sólo el circuito marginal de la literatura...
—Algo
es algo. Me parece bien.
—¿Acepta
entonces la propuesta?
—Qué
remedio.
—Si
nos deja su dirección le enviaremos una copia en papel del relato.
—No
hace falta. Pero dígale a ese escritor que ponga el nombre del canalla bien
grande, y bien claro.
—Lo haré, descuide. Ha sido un placer,
Amelia.
—Igualmente,
Internet. Eres un chico muy majo. Que la Fuerza, o esa cosa, te acompañe.
La
pantalla parpadea y queda en luz de espera. El barullo del centro comercial
entra por debajo de la cortina. Muy cerca, un niño chilla y exige que se lo
regalen todo. Yo tiemblo, descompuesto, pensando en esos tus labios, querida
Marina, cuando Amelia, la anciana que tiene motivos más que suficientes
para odiar a FÉLIX QUIÑONES, abandona
la cabina de internet.
de La cosecha, pag. 107