Llegó
en un avión especial, directo desde Río de Janeiro. Nos lo entregaron
encadenado. Tenía seis años, era uno de tantos niños abandonados que viven en
las alcantarillas de Río, aspiran el humo del tubo de escape de los coches y
beben una mezcla de gasolina con alcohol de farmacia. Su captura había
resultado laboriosa. Como representante de los primeros mutantes urbanos, su
caso iba a ser analizado por la curiosidad médica local. Parecía enfermo, pero
la combinación de gases tóxicos que se respiraba aquel día en nuestra ciudad le
hizo sonreír y no opuso resistencia a entrar en la ambulancia.
Yo
era el conductor suplente, gracias a un contacto de Marina, y conmigo venía un
pediatra empeñado en llegar a un entendimiento con el Brasileño. Como respuesta
a sus agobiantes preguntas, el chaval se golpeó repetidas veces el pecho y
afirmó llamarse Porche Turbo. No hablaba ninguna lengua concreta, era casi
mudo, pero desde que arrancamos seguía el cambio de marchas de la ambulancia con
sonidos guturales. Disfrutó del viaje, mirando con ojos de asombro la capa de
contaminación que cubría la ciudad. Cuando dejamos la autopista y frené en el
semáforo de entrada al recinto hospitalario, comenzaron los problemas. El
Brasileño sacó la cabeza la ventanilla y le rugió al coche que estaba detenido
junto a nosotros. El conductor se asustó, perdió el control del vehículo y
chocó con el de delante. El Brasileño se rió a carcajadas. Luego, como si le
fallara algo en la cabeza, o necesitara un trago de gasolina, perdió el
control. Le sacamos en Urgencias y para que se calmara el pediatra le recitó
una lista de marcas de coches, piezas de motor y accesorios de automóvil.
Estuvo inspirado, funcionó. Le quitamos las cadenas y quedó a cargo del
organizador del congreso médico.
Unas
horas después nos devolvieron al Brasileño para exhibirle en la Universidad de
la Loma. No traía buena cara, estaba a la defensiva, enseñaba los dientes a la
menor pregunta del pediatra. Llegamos a la universidad y olisqueaba el aire,
estaba inquieto. Todo se complicó al cruzarnos con un grupo de estudiantes de
medicina, que iban tirándose una oreja humana a modo de pelota. Tanto
aterrorizaron al Brasileño que se quedó clavado, vibrando intensamente, como si
quisiera echar a correr olvidando quitar el freno de mano. Pataleaba de forma
alarmante y no pudimos sacarlo de la ambulancia. El pediatra sugirió marcharnos
de allí y pasearlo por la zona industrial para darle un respiro.
Somazo
nos recibió con el bufido de sus chimeneas. La carretera se llenó de humo.
Abrimos las ventanillas, pero el Brasileño no se calmaba. Para que no se
hiciera daño, el pediatra le aligeró las cadenas, pero se le escurrió como una
anguila y salto por la ventanilla a la calle. No pudimos salir de la ambulancia
porque estábamos encajonados entre coches, algo que él sabía pero nosotros no.
Allí mismo se detuvo a olisquear el tubo de escape de un camión, le dio una
lengüetada larga al tapón de la gasolina y desapareció entre las calles.
Recuperado el control de la ambulancia salimos en su persecución.
Somazo
es grande y laberíntico. Un par de veces vimos salir al Brasileño a la
carretera general, respirar de un tubo de escape cualquiera y esconderse de
nuevo. Por fin se metió en un callejón sin salida. Estábamos a menos de veinte metros de darle
alcance cuando sobre el muro que cerraba el callejón aparecieron dos críos de
una edad parecida a la suya. Llevaban a la espalda mangueras de goma con los
extremos unidos por una cuerda, como arcos, y en la cadera bolsas de plástico
duro mediadas de gasolina. Brrr, les gruñó el Brasileño. Burrum,
burrum, respondieron ellos. Le alargaron sus gomas, se sujetó y le subieron
al muro. El pediatra se indignó: Aquí no tenemos niños así, y salimos
corriendo tras ellos. En cuestión de segundos ya estaban lejos, metiendo la
tercera y luego la cuarta. Por un momento pensamos que les podíamos alcanzar,
pero Porche Turbo metió la quinta y los perdimos de vista. Y con ellos,
nuestros empleos.
de La cosecha, pag. 137.
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