Siempre pensé que eras tonto, pero
no imaginaba que lo fueras tanto.
Esta frase ocurrente y lapidaria se la dijo el profesor de matemáticas a
Fermín en tercero de la ESO. Delante de toda la clase, entregándole con
desprecio un examen que los demás habían superado con sobresaliente mientras
que él no llegaba ni al cero. De hecho había batido un récord, tenía nueve
puntos negativos. Al día siguiente, Fermín abandonó el instituto y se subió a
una piedra.
La piedra de Fermín no era muy grande, apenas levantaba cuatro dedos del
suelo. Tenía forma rectangular y en ella
sólo cabían los dos pies, si estaban juntos. Mantener el equilibrio sobre ella no
parecía fácil. Fermín se la presentó a la cuadrilla como quien trae a la novia
y le dieron su aprobación. También la enhorabuena porque librarse así de volver
al instituto demostraba que era más inteligente de lo que ninguno de ellos
había sospechado, y menos los profesores. A esa edad, volverse majareta no es
lo peor que te puede suceder.
Quizá Fermín estuviera prematuramente acabado, pero era valiente, y
aunque se encerró en su casa y dejaron de verlo por un tiempo, cuando regresó
tenía un manejo sucinto del tema piedra. Sabía patinar con ella, subir
escaleras con ella, saltar bien alto con ella sujeta entre los dos pies,
también desplazarse echando chispas con el borde y, sobre todo, permanecer
sobre ella en un centenar de posturas extravagantes que en él resultaban
naturales. O sea, dominio y carácter. Lo suyo más que una locura era una
condición. Algo que te distingue. Como dice Marina, al salir del instituto Fermín ya tenía un pedestal.
Marina y él fueron novios, antes de que Fermín se subiera a la piedra. Después
de casarnos, le considerábamos un miembro de la familia. Terminó viviendo con
nosotros al morir sus padres. No
recuerdo que trabajara nunca en nada, ni que mostrara intención alguna de
hacerlo. Lo suyo era observar. Tener presencia sobre la piedra. Dar testimonio
de que se puede ser, ser sin pretender. Vivir sin molestar. Un juguete
entrañable para mis hijos, una ayuda para Beni, y un símbolo para los demás.
Nunca me molestó que en el pueblo dejaran de llamarnos por nuestro apellido y
nos dijeran Los de Fermín. Un día tuvo un problema ridículo con un vecino y lo
adoptamos legalmente, para protegerlo. Tenía entonces treinta años. Sin
embargo, la tensión de vivir subido a una piedra lo hacía parecer mucho mayor.
Y cansado. Debería decir en su honor aquello de La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo,
pero sería cínico por mi parte.
La culpa de todo fue mía. No debí pedirle a Fermín que hiciera Algo
cuando sabía por experiencia que no se le podía pedir Nada. No debí presumir de
amigo especial en las fiestas de la Ría, sólo por entretener a mis colegas,
aburridos por culpa de una orquesta mediocre. No debí, para ser sincero,
chantajearlo y en cierto modo reclamarle un sustento que no me había pedido y
la devolución de los primeros besos que le dio Marina.
Camina sobre las aguas, le
ordené, pensando que no me haría caso, nunca lo hacía, pero entonces obedeció.
Fermín conocía las piedras de la ribera como nadie. Lo había hecho otras
veces, para la familia, como un regalo, pero nunca en público. Era medianoche.
La orquesta hacía un descanso. Alguien pidió silencio por el micrófono y la
gente guardó silencio. El sonido del agua indicaba una tregua entre las mareas,
el Tejo bajaba manso. Vimos llegar a Fermín patinando suavemente con su piedra
sobre los guijarros brillantes, con estilo; luego hizo varias figuras, cogió
velocidad y después de un salto muy gracioso encendió en el aire una linterna y
cayó sobre una roca siempre verde que se llama la Marmita. Desde allí nos
saludó y le aplaudimos. Después comenzó a deslizarse con su piedra sobre las
piedras apenas sumergidas, esquivando las que se veían, de modo que parecía un
duende saltarín y juguetón que en efecto caminaba sobre las aguas. La gente no
se lo podía creer, callaban hasta los niños. Y así estuvimos con la boca
abierta durante los diez minutos fabulosos y memorables que duró la exhibición.
Al apagarse la linterna, pensamos que era voluntario, y nos entretuvimos demasiado
celebrando el privilegio de haber visto aquella proeza. Catorce horas más tarde
la Guardia Civil certificó su desaparición.
Yo no digo nada. Bastante tengo con lo mío. Con el papel miserable que me
corresponde en esta historia. Pero es lo que hay, cosas de la vida. Sólo han
pasado tres meses y Marina ya no me quiere, me lo ha dicho. Lo nuestro se ha
ido a la mierda. Ésta ha sido la gota que ha terminado con nuestro matrimonio. A
veces, al atardecer, me subo a una piedra de la ribera y mirando el horizonte
solitario que me espera me consuelo pensando que le hice un favor a Fermín, que
lo empujé al escenario para que no se marchitara y tuviera una despedida
gloriosa. Se lo merecía. A fin de cuentas, ser adulto es claudicar.
de La cosecha, pag. 101
0 comentarios:
Publicar un comentario