Ya son las cuatro de la tarde. Tengo que tomar una decisión. Dentro de
unos instantes María Soto aparecerá por el fondo del atajo, se colará en mi
casa y me desgraciará la vida. Seré el amante ocasional de una de las mujeres
más guapas que he conocido. Hará conmigo lo que quiera hasta que todo termine,
como terminan siempre estas cosas, en desastre. O muerto o en la cárcel. Y no
quiero. Me niego. Me queda media hora escasa para llamar a la Guardia Civil, o
a la Policía, no lo sé muy bien, debe ser cuestión de competencias, porque la
asesina y su víctima viven en este pueblo pero el muerto está en el depósito de
cadáveres de la ciudad. Y no es una coña metafísica. Si no llamo ahora mismo
para comunicarlo, me convertiré en cómplice y víctima. Han pasado varias horas
desde el asesinato, no debí regresar a casa. Estos momentos de peligrosa
indecisión le pertenecen a esa mujer enferma.
Cuando mi abuela Amelia me dejó como herencia en vida esta finca, y una
renta modesta, ya me advirtió que tuviera cuidado con el tiempo libre. No hacer
nada te ablanda, y si careces de aficiones absorbentes acabas considerando la
vida como un juguete muy caro cuya única finalidad es mitigar el aburrimiento.
De no haber pasado las horas muertas mirando por el ventanal, no hubiera visto
a María Soto en el atajo que cruza esta propiedad, un camino curioso que los
vecinos tomaron por la fuerza hace cien años, para no perder el tren, y que
ahora es privado de uso público. Desde mi traslado no había visto a nadie por
allí, hoy en día todo el mundo tiene coche, y por eso me llamó la atención que
ella comenzara a utilizarlo a diario. Yo
la conocía, cómo evitarlo, es una mujer de bandera, llama la atención en todo Cifuentes.
Durante un par de semanas, la vi pasar a la misma hora, casi corriendo. Cogía
el tren siempre en el último momento,
como si evitara encontrarse con alguien. Decidí seguirla, por pura desidia, no
tenía nada mejor que hacer. Separarme de Marina, tener a mis hijos lejos y una
larga temporada en el paro, me habían dejado débil, como sin carácter.
Una mañana cogí el mismo tren que María Soto, pero cuidando de ir en
diferente vagón. Nos bajamos en la ciudad junto a los demás viajeros. María
caminó sin detenerse desde la estación hasta la plaza del Ayuntamiento, se
sentó en un banco y permaneció allí dos horas. Yo la vigilaba desde una
cafetería cercana. Ella buscaba personas, en concreto hombres, con ansia en la
mirada, y después regresaba al pueblo. Repetimos esa operación durante más de
una semana, siempre con idéntico resultado, hasta que un día ella siguió a un
hombre fuerte y desgarbado, con rasgos campesinos pero sin serlo. Le seguimos a
una distancia prudencial durante horas. Al final el hombre regresó a la plaza,
entró en un parking, y ella apuntó la matrícula de su coche. María trabaja en
una gestoría del pueblo, supongo que hizo sus averiguaciones, y a partir de
entonces cambiamos los horarios. En días sucesivos, coincidimos con el hombre
en un bar cercano a su trabajo, en la plaza que había junto al portal de su
casa, en su tienda habitual, y en poco tiempo nos movíamos por los lugares que
él solía frecuentar. A esas alturas, María ya debía saber que yo la vigilaba,
vigilar a otro te vuelve vigilante, y pensé que sólo quería un testigo. Por morbo.
Esa misma semana coincidí con su
marido en un acto social en el pueblo. Ya lo conocía pero no había reparado en
él, y ahora me llamó la atención su enorme parecido con el hombre al que
seguíamos. Al verlo más tarde junto a María, era evidente que al matrimonio le
iba fatal, habían llegado al odio sin disimulos. Él le hablaba con desprecio, y
ella tenía un mecanismo automático de afirmación: le decía que sí a todo, y si
era que no, de entrada también asentía. Me disgustó aquel hombre, lo confieso,
y las dos semanas siguientes participé calladamente con María en aquella sutil
venganza, en el establecimiento de las rutinas de aquel extraño de la ciudad.
Juro por lo más sagrado que pensé que como mucho se liaría con él. Que
engañaría a su marido con otro, idéntico, pero otro. No niego que pensé
beneficiarme de ello, pero juro que no lo sabía. No sabía, hasta hace tan solo
dos horas, cuando por fin María iba a tomar contacto con aquel hombre, convencido
de que en la pesada bolsa llevaba preparada alguna disculpa para facilitar el
acercamiento, que ella sacaría una piedra enorme, le hundiría la cabeza y
seguiría caminando tan tranquila. Me sentí tan… sorprendido, tan aterrorizado,
que no supe hacer otra cosa que seguirla. Cuando pasé junto al cuerpo ensangrentado
todavía se movía, pude ayudarle pero no lo hice, yo sólo quería preguntarle a
María porqué, y cuando arrojó la piedra a la ría porqué, por qué me había
implicado en semejante barbaridad. Yo sólo estaba mirando, era simple
curiosidad. Sin embargo, regresé a este maldito pueblo en el mismo tren que
ella. El uno sentado al lado del otro. En silencio, muy cerca. Y aquí estoy,
encerrado en mi casa, esperando lo que sea. Debería marcharme de Cifuentes y no
regresar jamás. Pero estoy excitado, encoñado, estoy perdido. Y María ya sabe
que no tengo fuerza de voluntad.
de La cosecha, pag. 125
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