Empiezo a estar viejo y tengo vértigo. Mis socios lo saben y cuando
cambiamos de obra procuran allanarme el camino, alejan de mí los obstáculos
para protegerme y de paso no dar mala imagen ante los clientes. Nadie quiere
encima de su tejado un instalador de paneles solares que mira a un vacio de
diez metros como si estuviera en lo alto del Himalaya, y menos si ha olvidado
sacar el permiso en el ayuntamiento. Tengo vértigo, pero lo extraño es que no
me dan miedo las alturas. Dice Quelo, el fontanero del equipo, que quizá no
tengo miedo a caer sino ganas de saltar. Espero que no esté en lo cierto, por
si acaso me encargo de la parte superior de los paneles, lejos del canalón, como decimos nosotros.
Todo esto comenzó por tener ojos, hará cosa de un año, durante una
temporada muy estresante en la que dormía fatal. Demasiados clientes pero mal
pagadores, había que estar todo el día detrás de ellos, y encima aguantando sus
impertinencias y malas caras, como si la deuda fuera nuestra. Yo tengo mucha
labia, sé calar a los listos, casi siempre me tocaba a mí dar la cara ante los
morosos. Sólo mido un metro sesenta y soy flaquito, de modo que no les podía
cobrar por la fuerza y prácticamente los hipnotizaba. Miraba con intensidad a
los ojos de la gente, entraba a través de ellos en su economía y acertaba su
saldo mejor que un cajero automático. Me gustaban sobre todo las conversaciones
tensas, crudas, en las que flotaba la amenaza de denuncia, pero empleando
siempre palabras de seda hasta minarles la moral y lograr que al menos me
fueran pagando a plazos. Sin embargo, perdía demasiado tiempo charlando, se me
iba lo comido por lo servido, no soy un ejecutivo, y exponerme a la mezquindad
de algunos morosos forrados de pasta terminó desequilibrando mi mirada.
Un día cometí el error de analizar a un cliente desde lo alto de un
tejado. Nos miraba desde abajo con ojos inquietos y me daba mala espina. No nos va a pagar, le había dicho a
Esteban antes de desembalar los paneles y bajarlos de la furgoneta, pero esa
misma semana nos llegaba una letra de la lonja nueva y tampoco teníamos otra
opción. Así que subimos los tres al tejado y, según estábamos poniendo los anclajes,
volví a mirar al tipo aquél. Sus ojos reflejaron un momento el sol y, a pesar
de la distancia, pude verme a mí mismo perfilado en el fondo de sus pupilas.
Moví una mano en el aire para ver si era yo y el reflejo me lo confirmó. Me
asusté. Por vez primera en mi vida eché mano del cinturón de seguridad y me
sujeté a la cumbre. Quelo se rió porque pensaba que era una broma, para tomar
el pelo al cliente y que se quitará de debajo. Pero yo estaba temblando, había
dejado de ver el volumen de las cosas y cuanto más miraba aquellos ojos como
espejos más me aferraba a las tejas. Comencé a marearme y tuve que bajar. Una
vez en el suelo, todas las miradas, incluso las de mis socios, me hacían daño.
No veía sus ojos, sólo mi reflejo en ellos. Y no lo podía soportar.
Hay que asumirlo con entereza, en tiempos de crisis los hombres con
defectos somos los primeros en caer. Ahora que me dan vértigo las alturas, y
más aún la mirada de la gente, no le sirvo de nada a la empresa. Esteban y
Quelo deben buscar un nuevo socio para sustituirme. No soy rentable, doy demasiados problemas, así se lo he dicho esta
mañana, sentado bien firme sobre la cumbre de un chalet. Tenía un frío
espantoso, podía ver las capas de aire barriendo mi cara. Deberías
saltar, Fernando, no tengas miedo
me ha dicho Quelo. Esteban ha protestado con un joder, pero Quelo ha seguido: No
me refiero al tejado, sino a la vida.
Con lo que saques de esta empresa, cómprate una barca. La barca de la que tanto
hablas. Tú naciste cerca del puerto, ¿no? En el Puerto Nuevo todavía hay
trabajo. Y peces. No tendrás que mirar a los ojos de la gente, el mar es un espejo,
luego ha hecho un silencio y ha
repetido: el mar es un espejo.
Esteban y yo hemos asentido con la cabeza, sin dudarlo. Luego hemos sonreído
los tres, levemente. Quelo ya sabe hablar y convencer, me sustituye con los
clientes desde que sufrí el primer vértigo, tiene un estilo diferente al mío,
los asusta con sus vaguedades mentales pero es eficaz. El tema de la venta lo dejo en vuestras manos, les he dicho,
agarrándome al aire, y me han ayudado a bajar del tejado. En un instante he
recuperado el color, la sangre ha vuelto a circular. Ahora te toca cambiar de vida, ha dicho Quelo, seguir adelante y
desembocar en el mar.
de La cosecha, pag. 141
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