Raquel siempre le había estado
agradecida a su marido por el buen trato que le daba, por el cariño que
desplegaba en todo momento hacia sus hijas y por la ternura con la que había
sabido empapar su vida en común. No era su matrimonio, sin embargo, una
relación apasionada, muy al contrario. Se habían casado para mitigar un futuro
lleno de presagios de soledad después de sendas rupturas amorosas en las que
ambos habían sido rechazados por sus respectivas parejas. De natural pusilánimes,
se les había despreciado por su falta de iniciativa y empuje ante la vida. Los
dos eran la parte sumisa de su pareja, y los cuatro se conocían desde niños. El
novio de ella y la novia de él habían ligado sus orgullos dejándolos a ellos de
lado y embarcándose en una relación tempestuosa que en breve tiempo terminaría
en un divorcio con muy malas palabras de por medio. Ellos, forzados por la
costumbre de ir los cuatro juntos a todas partes, como siempre habían hecho las
dos parejas, se encontraron un día solos, al siguiente abrazados, al otro
comprometidos, casados, encamados, y en el plazo previsto criando una
descendencia. Habían tenidos dos niñas de cuerpo y mente suaves como el
terciopelo. Cuando iban de la mano por la calle parecían el troquel de la Familia
feliz.
Sin embargo, ninguno de los dos había superado el hecho de ser para la
otra persona un sustituto del amor perdido. Cuando ocurrió lo del divorcio,
cada uno por su lado, sin que el otro lo supiera, hizo de paño de lágrimas de
los recién separados. Raquel, por piedad, se acostó con su ex novio, que en esta
ocasión era la parte rechazada, pero siempre se arrepintió de hacerlo porque
aquel sujeto era un infame, un mezquino que se merecía todo lo que le ocurriese.
Ni tan siquiera tuvo la decencia, aunque sólo fuera por cumplir, de pedirle que
dejara a su marido y regresara con él. Por supuesto, no hubiera aceptado, pero
le habría gustado decir que no. Jacinto, por el contrario, no había querido
acostarse con la pécora libidinosa de su ex novia, que ahora, después de
haberse comportado siempre como una estrecha que capitalizaba cada polvo, le
encontraba el atractivo morboso del hombre casado y feliz cuyo matrimonio le
encantaría echar a pique. Le llamó zorra a la cara y después se fue a apagar el
calentón con su mujer.
Cinco
años más tarde, Raquel se enamoró perdidamente de un compañero de trabajo de Jacinto.
Era un hombre guapo, esbelto, enigmático y muy culto. Estaba dotado de una
facilidad de palabra que subyugaba, y tenía tal magia a la hora de escoger
calificativos para los objetos y sentimientos que su discurso envolvía y a la
vez provocaba una suerte de alucinación. Una noche lo invitaron a cenar a su
casa: los entretuvo, les hizo reír a carcajadas, les contó un cuento precioso a
las niñas y, cuando éstas se durmieron, con la intimidad propiciada por un
licor de cerezas, les manifestó que tenía envidia de su familia y del evidente
amor que ambos se profesaban. Ellos se sintieron bastante avergonzados, porque
no creían amarse, y les pesaba que su mentira hubiera alcanzado tal grado de
perfección que a los ojos de los demás pareciera una verdad incuestionable. Aquella
noche, a oscuras en la cama, Raquel lloró en el hombro de su marido. Jacinto
también lloró, pero después de que ella se durmiera.
Durante casi seis meses, Raquel no pudo apartar de su pensamiento al
compañero de su marido. Vivía con un apasionamiento que la delataba por
completo, aunque no podía evitarlo. Veía a aquel hombre cada vez que acostaba a
las niñas, cada vez que bebía una copa de licor de cerezas; llegó a verlo
incluso en la espuma del lavavajillas, que le recordaba sus rubios y
ensortijados cabellos. Pero donde más lo veía era en el cuerpo de su marido,
cuando por iniciativa propia hacían el amor, con una frecuencia inusitada,
alarmante. Su marido aceptaba la influencia de ese hombre, y amaba a Raquel imaginando
que era él, dejándose invadir por la presencia de ánimo que tendría su
compañero de trabajo en una situación similar. Practicaban así una suerte de
adulterio consentido que hubiera vuelto loco hasta al más avispado de los
abogados matrimonialistas. Amor en cuerpo ajeno.
Sin embargo, en contra de lo que pensaba Raquel, Jacinto adjudicó este
apasionamiento de ella a que su compañero la había convencido hasta tal punto
de que ellos se querían que había acabado creyéndolo. Fuera cierto o no, Jacinto,
por vez primera, se enamoró de ella. Por su parte, Raquel, que nunca había
considerado que su marido pudiera resultar un vehículo tan eficaz a la hora de
amar en él, y a través de él, a otras personas, terminó olvidando al otro
hombre. De este modo, su amor floreció como por ensalmo, y si bien a la hora de
practicar el sexo terminaron por no poder precisar con quien lo estaban haciendo,
infundieron a su matrimonio el toque justo de fantasía y enigma que precisaba
para dar un empuje a sus apocados caracteres, convirtiéndose en una pareja
sólida, de hombre y mujer maduros encaminados hacia una digna vejez.
Fue el caso más peculiar que he llevado ante los tribunales. Los
implicados me contaron por separado lo que acabo de relatar y luego solicitaron
el divorcio. Sus hijas ya estaban casadas, tenían nietos, rondaban los setenta
años. Estaban de acuerdo en todo, los trámites fueron sencillos, salvo por el
tema del domicilio. Seguirían viviendo juntos, no pensaban separarse ni locos: se
amaban hasta la raíz. Lo hacían por romanticismo, porque tenían ganas de
conquistarse.
publicado en Revista Cantárida