LA DIFÍCIL ALEGRÍA DE CLARICE LISPECTOR
A las cinco menos cinco, en el Gran Hotel Continental de Río de Janeiro no cabía ni un alma. Había escritores fanáticos intentando entrar y un portero fornido intentando evitarlo. Cuando logré llegar hasta él, me miró como preguntando si era estrictamente necesario que yo agravara aquella situación con mi presencia, de modo que le enseñé mis credenciales y le dije que tenía una cita con Clarice Lispector. El portero era uno de esos expertos en miraditas, primero me lanzó una de admiración, caramba, usted debe de ser alguien importante para que la Dama le reciba, y luego la mirada opuesta, la que te pone en tu lugar y comprendes la poquita cosa que eres, y menos aún sudando de esa manera y con el tiempo pisándote los talones.
—Si quiere adecentarse, nada más entrar, péguese a la derecha. El Refresco está junto a las escaleras.
Seguí las indicaciones del portero, procurando caminar sobre las rejillas del aire acondicionado, y encontré al fondo la cabina de refresco. El refrescador me entregó una toalla perfumada y, mientras me quitaba el sudor de la cara, me dio un repaso corporal con un secador gigante que lanzaba aire congelado. Allí mismo me ofreció, y bebí, una limonada ucraniana que, para ser estrictos, yo diría que dejaba un retrogusto especiado con puñaladas de vodka. Ya le iba a pedir al refrescador un masaje de cervicales cuando llegó un catedrático, sofocado, exhausto, y casi me echa de la cabina. Me abrí paso a codazos hasta recepción y, como llegaba tarde, fui escueto:
—¿Clarice Lispector?
—Salón verde. Lo siento.
El recepcionista lo sentía porque en el salón verde había una Exhibición Catedrática. Un remolino humano denso como la brea que giraba alrededor de un punto. Ella. Sentada en un sillón, en el centro, la Dama escuchaba. Los catedráticos de literatura pronunciaban sentencias que sonaban brillantes, muy elaboradas, la frase de su vida, y se las ofrecían como presente. Clarice Lispector asentía o negaba durante la formulación. Parecía que su sola presencia orientaba los pensamientos y esclarecía las ideas. Jesucristo entre los doctores, pensé. Y también pensé que la entrevista se había ido al garete. Desanimado, dejé caer los hombros y, a punto de ponerme lírico, ella pestañeó. Pestañeó hacia mí. Me pestañeó.
Todas las cabezas se giraron y todos los ojos me miraron. Los catedráticos me abrieron un pasillo. Caminé ligero, nervioso, y recogí el sobre que me entregó con una sonrisa Clarice Lispector:
—No se vaya, por favor. Estaré con usted en unos minutos.
Busqué un rincón tranquilo y abrí el sobre. Había tres folios con once respuestas. La primera decía: Sí. La segunda: Espero que sí. Las demás eran largas, profundas, certeras. Me empezaron a temblar las manos. Saqué mi cuestionario, lo emparejé, y la entrevista quedaba perfecta. O casi: debía subir el nivel de alguna pregunta para estar a la altura de la respuesta. Regresé a la cabina de refresco y rogué a dios que en esta ronda al encargado del vodka se le fuera la mano. Media hora más tarde, los catedráticos comenzaron a despejar el salón verde. Entre ellos, ahora semejante a un paje saltarín, venía Clarice Lispector. El carisma se había esfumado, se había despojado de él, lo había dejado atrás.
Clarice me buscó. Me abrazó. Se comportó como mi hermana pequeña cuando de niña me camelaba para que la llevara al cine, me cogió de ganchete, y subimos a su habitación. Nos sentamos frente a un ventanal, mirando en silencio cómo se evaporaba la ciudad mientras llegaba el camarero con la supuesta limonada ucraniana. Era idea de Clarice, me dijo que le encantaba inventar disculpas para emborrachar a los hombres elegantes. Verles perder la compostura le parecía una modesta venganza. Había veinte litros de vodka circulando de jarra en jarra y en distintos grados delictivos. A nosotros nos trajeron directamente una botella, y dos vasos pequeños, sin hielo. Bebimos el primero de un trago, resoplamos, y luego nos servimos otro, que se quedó sobre la mesita, para no ser tocado. Entonces Clarice me habló, con voz grave y respetuosa. No me habló de ella, me habló de mí. Me habló de los tres años que llevaba yo intentando entrevistarla. De las veces que quedamos y ella no pudo, recordaba las fechas. Y de aquella vez que fui yo, increíble pero lo sabía, quién se puso enfermo la noche anterior a la entrevista... Sabía también que mi perseverancia tenía forma de libro, un ensayo sobre la que es para mí su obra más importante: La pasión según G.H.
—Usted siempre quiso hacerme una entrevista en profundidad sobre La pasión… He leído su libro, Clarice G.H., y, pensando en las preguntas que podría hacerme, escribí las respuestas. ¿Acerté?
Asentí, con una leve sonrisa. A Clarice Lispector le gustaban las ciencias ocultas, la adivinación, todo lo referente a los presentimientos. Creo que los humanos no teníamos mucho que ocultarle. Aunque estuvieras callado, ella te escuchaba. Me preguntó por mi familia, por mi periódico, y pasados unos minutos no quise molestarla más. La entrevista ya estaba impecablemente redactada y ella necesitaba un poco de relax antes de enfrentarse a sus interrogadores, como acertó a definirnos. Cuando me estrechó la mano antes de despedirnos, tuve la sensación de que podía rompérmela sin dificultad. Una rusa tan frágil como el acero. Una caribeña tan caliente como el sol. Mi maestra de la luz…
Algún día les contaré a mis nietos que aquella tarde bebí el vodka puro en los aposentos de Clarice Lispector, y ellos me creerán porque ella misma lo cuenta en el prólogo de mi segundo libro: Mi pasión por la Pasión según G.H. Por cierto, para terminar, las preguntas iniciales. A la primera pregunta no formulada: ¿Ha encontrado usted un vehículo intelectual que le permite viajar a la génesis del pensamiento, al óvulo mismo de la idea cuando es fertilizado?, ella respondió de antemano: Sí. Y a la segunda pregunta: ¿Dejaremos de sangrar?, Clarice Lispector dijo: Espero que sí.