Como apoyada sobre la nada luminosa, ella espera al sol,
distraída. Estrena sandalias y blusa a juego. Guarda en su bolso un pequeño
regalo, algo insignificante que plantará como un germen en su sonrisa. Pero él
no llegará. Y ella todavía no lo sabe.
Dos mujeres han visto florecer
su amor desde primavera, sentadas tras el visillo; siempre puntual a la cita de
las cuatro, después de que ellas han fregado y recogido los platos y se sientan
a sestear delante de un oporto, costumbre de su padre, que estuvo en ultramar.
Rosario tiene setenta y ocho años y su hermana Marta ochenta. Ella lo vio en
las noticias, reconoció la camisa blanca con estampado de plátanos violetas del
muchacho y llamó a Rosario, que trasteaba en el fregadero, y las dos se
llevaron las manos a la boca. Las dos desearon que hubiera otra camisa igual,
otro pelo rubio pajizo, otros pantalones vaqueros tan ajustados. Marta ha
llorado, Rosario también, un poco más tarde, cuando ha llegado la muchacha
moviéndose como si no supiera nada.
Los tres cuartos de hora que
lleva esperando han sido la confirmación. Nadie se lo ha dicho, seguro. Alguien
vendrá a decírselo, confían. Quizá se marche, desean. Por nada del mundo se lo
diremos nosotras, deciden. Que sea feliz imaginando lo que le dirá por llegar
tan tarde.
0 comentarios:
Publicar un comentario