La luna del escaparate estaba demasiado limpia. Me pareció muy raro y
saqué la cartera del bolsillo trasero del buzo para confirmar que la dirección
era la correcta. Como la cartera estaba sujeta con una goma, tuve que dejar el
balde en el suelo y apoyar la escalera contra la pared. Retiré la goma, la dejé
de pulsera en la muñeca, pasé varias facturas domésticas, y encontré la lista
de las tareas escrita a mano por mi jefe. La calle coincidía, también el número
y el nombre de la tienda, de modo que recogí los bártulos, me limpié los zapatos
en el felpudo de la entrada y empujé la puerta con el hombro. Sonaron unos
cascabeles electrónicos. Desde el fondo del establecimiento, vino a mi
encuentro una mujer de aspecto elegante.
—Buenos días —dijo, mirándome de
arriba abajo.
—Limpiacristales —me limité a decir.
—Puede empezar cuando quiera —y me
dio la espalda con soberbia.
—Perdone,
señora, pero creo que los cristales están limpios.
La
mujer me miró por encima del hombro, y frunció los labios, molesta. Tardó unos
instantes en girarse. Me dio mala espina.
—Ya
sé que están limpios. ¿Es usted nuevo en la empresa?
—Sí,
señora.
—Pues
sepa que estos cristales se limpian todos los martes. Y hoy es martes.
—Sí,
pero...
—Durante
el fin de semana estuvimos de obras —me explicó, elevando la voz — y por eso
ayer, lunes, antes de abrir, limpiamos nosotros mismos los cristales. Tenemos
un contrato con su empresa para que limpien hoy, martes, y hubiera sido muy
engorroso avisarles por teléfono, que no hubiera venido nadie, y recibir este
mes una factura diferente a la habitual, lo cual me hubiera dado algunos
quebraderos de cabeza a la hora de hacer mis cuentas. No merece la pena, por
tan poca cosa…
—¿Entonces,
limpio?
—Por
supuesto. Está pagado.
La
mujer se fue. Me puse en los pies dos bolsas de plástico nuevas para entrar en
el escaparate y lo limpié a conciencia. Después salí a la calle. Normalmente tardaba veinte minutos en limpiar
una luna de ese tamaño, y ése fue el tiempo que invertí. Sólo llevaba cinco
días de limpiacristales y lo que más me agradaba del trabajo era su
simplicidad. No tenía que pensar en nada, sólo limitarme a pasar la esponja
enjabonada y después la escobilla de goma. Lo demás era cosa del jefe.
Cuando acabé de limpiar, entré de nuevo en la tienda, le dije adiós al
aire y me marché. Al día siguiente, a primera hora, el jefe me dijo que estaba
despedido.
—He
recibido una queja de una clienta. Por lo visto, le obligaste a dar demasiadas
explicaciones. Lo siento, Fernando, es una clienta de años y no puedo
permitirme perderla...
—Pues
que haga otro compañero el trabajo…
—¿Y
andar todos los días borrando de tu lista esa tienda? ¿Y qué pasa si un día me
olvido y te mando allí? Es una norma de la empresa, a la menor queja: despido.
La
empresa era él, así que no repliqué. Cobré los cinco días de trabajo y me
marché de la oficina. Estaba demasiado perplejo para rebelarme. Era el primer
trabajo que perdía ese mes, y me había costado quince días de cola del paro que
me lo dieran. Tuve que resignarme.
Dos
días más tarde, me encontraba en esa misma calle mirando el escaparate de una
tienda de electrodomésticos. Estaba completamente colgado viendo en una enorme
pantalla de plasma a una gorila llamada Koko que hablaba por señas, como los
sordomudos, y cuya dirección personal en la red aparecía a pie de
imagen. El hermano adoptivo de la gorila, un joven gorila macho llamado
Michael, exponía sus cuadros en una galería de Nueva York. El más admirado por
el numeroso público se titulaba: Más flores para el gorila, y el título
se lo había puesto él mismo. Koko y Michael se comunicaban, no solo eran
inteligentes, podían demostrarlo. Sentí una envidia feroz hacia aquellos
gorilas. Ellos tenían trabajo, tenían una asociación que los protegía.
Cuando estaba a punto de terminar el documental, escuché la sirena de un
coche de policía. A continuación, el coche entró en la calle peatonal y se
detuvo a mi altura. Dos policías me pidieron la documentación y me pusieron de
cara a la pared. No comprendía nada. Más tarde, en la comisaría, mientras me
fichaban, asombrados de que no estuviera ya fichado, me dijeron que la mujer de
la tienda, al verme por los alrededores, había deducido, lógicamente, según
ellos, que estaba tramando algún tipo de represalia contra ella. Dijera lo que
dijera, la denuncia estaba presentada y era su obligación detenerme. Como lo
acepté de mala gana, me aconsejaron, por mi bien, que no me resistiera a la
autoridad.
de La cosecha, pag. 41
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