Hace hoy un año, Marina y yo cometimos el error de permitir que el niño
les disparara con su pistola de plástico a los Fuegos Artificiales. Al
principio sólo era una gracia infantil, algo divertido, apuntaba, decía PUM, y
nosotros lo celebrábamos con una risotada boba. Benito lo hacía bastante bien,
sincronizaba sus disparos con las detonaciones del cielo y, como no molestaba
demasiado, le dejamos continuar. La cosa no tubo importancia durante los fuegos
de presentación, que eran lentos, pero conforme se incrementaba el ritmo de los
cohetes los disparos de Benito aumentaron en rapidez e intensidad, llegando en
la palmera naranja a un ametrallamiento celeste bastante frenético. Por suerte,
los pirotécnicos valencianos hicieron a continuación un alarde de cataratas
silenciosas, y el crío pudo tomarse un
descanso. Luego todo sucedió demasiado deprisa: grandes explosiones, vítores de
los espectadores, rojo, verde, azul, dorado, sin tregua y, al final, la traca
final, toda una demostración de poder militar, un desafío clamoroso a las
alturas... y el niño disparaba y
disparaba y gritaba, Pum-Pum-Pum-Pum, hasta que la imposibilidad material de
pronunciar cada uno de los disparos convirtió su voz en un chillido irritante y
demencial. Con la primera bomba de despedida alzó los brazos, con la segunda
sufrió el colapso y con la última cayó al suelo. Como era muy teatrero,
pensamos que hacía comedia y le dejamos tumbado en el suelo por lo menos cinco
minutos. Cuando al fin le di una patadita en el costado y vi que no
reaccionaba, reaccionamos nosotros. Yo cogí en brazos a Benito, Marina a Yolanda
de la mano, y corrimos hacia el puesto de la Cruz Roja. La marea humana
posterior a los fuegos entorpecía la marcha y tardamos una eternidad en llegar.
Dada la evidente gravedad del caso, nos atendieron de inmediato, y Benito pudo
respirar gracias a una mascarilla de oxígeno. Sin embargo, tardaba demasiado en
abrir los ojos. Cuando al fin lo hizo, su mirada era extraña, diferente,
enajenada, y aunque el médico le hizo una batería de pruebas sobre reflejos y
el niño respondió coherentemente a todo lo que le preguntamos, no lograba regresar
por completo. Quizá para tranquilizarnos, Benito me sonrió, y la sonrisa lo
empeoró todo porque era una mueca totalmente artificial. Luego bajó de la
camilla. Caminó titubeando hacia la salida, y recuerdo perfectamente dos cosas:
Yolanda se escondió detrás de las piernas de su madre porque de pronto le tenía
miedo a su hermano, y un punki que sangraba de un brazo y hacía cola frente a
la caseta afirmó que Benito era un "quemado", y lo dijo como si fuera
una tipología concreta. Lo llevamos inmediatamente a Urgencias, pero el escáner
no reveló nada. Benito estaba bien, era un niño de seis años normal y
corriente, aunque el médico admitió, peregrinamente, que había tenido “algo así
como un ataque de euforia”… Sin embargo, la mirada de Benito seguía ahí, a una
milésima del cristal de los ojos, como retraída, inquieta, a la expectativa. A
pesar de todo, el chaval no quiso que por su culpa cambiáramos nuestro Plan de
Fiestas, algo que proyectábamos los cuatro con ilusión durante semanas, y al
día siguiente estábamos en los Chaplin viendo una retrospectiva de cine de ciencia
ficción. Dos películas de adultos en las que colamos a los niños, sin
miramientos, como parte de su educación. Primero echaron Symbol, y los niños se
divirtieron, pero en el descanso dijeron que no habían entendido casi nada.
Después vimos Blade Runner, el montaje final, y Benito se metió tanto en la
peli que no cogió ni gominolas ni torpedos, casi ni pestañeaba. Le encantó. Nos
lo dijo dando saltos en la salida del cine. Daba gusto verle, parecía el de
siempre. Su escena favorita, dijo, era la del replicante con libélulas. Ninguno
de nosotros había visto libélulas en toda la película, se lo dijimos, y él nos
describió la escena final, con Roy Batty muriendo y soltando al aire una
paloma, pero en versión libélula. Dos libélulas, concretó. Yolanda le
dijo que estaba loco, y Benito le respondió que peor para ella si no las había
visto. Marina comenzó a preocuparse en serio. Ha pasado ya un año, un año
largo, y desde entonces el niño ve un mundo alternativo superpuesto al real. Y
no es sólo imaginación, hay algo más, algo difícil de explicar. Como si viviera
en un lugar de ideas imposibles que suplican que alguien las piense. La víctima
de un paraíso fantástico que necesitaba una mente como la suya donde existir. Benito
lo vive como un privilegio hermoso, pero su hermana sigue horrorizada.
Nosotros, Marina y yo, estamos pensando en regresar a Cifuentes. Debemos
protegerlo y adaptarnos a su fragilidad. Ahora tenemos un hijo de cristal.
de La cosecha, pag. 89
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