viernes, 26 de septiembre de 2014

EL MALECÓN


 
            Cuando llegaron las aguas, Salustio comentó que el castor de la civilización trabajaba con ahínco para acercarnos una marea de sueños y promesas. Lo dijo así,  en  plan poético, porque los jóvenes habían depositado sus esperanzas en el pantano y a nosotros, los viejos del pueblo, nos estaban contagiando esas energías con las que iban a construir el futuro. La pega estaba en que era Su futuro. Nosotros no podíamos trasplantar nuestra experiencia de huerta y llanura a ese mar inmóvil que ahora anegaba el paisaje, toda nuestra sabiduría había quedado bajo las aguas, y los jóvenes, ya de por sí engreídos, comenzaron a faltarnos al respeto. A mí, la verdad, me parecía que las aguas nos habían librado de una gran responsabilidad. A partir de ahora los jóvenes podrían equivocarse a su antojo, como hubieran hecho en cualquier caso, pero no podrían culparnos por haberlos aconsejado mal o por haber dejado de aconsejarlos.

            —A nuestra edad —dijo Salustio— si nos quitan los consejos, no querrán echarnos de comer.

            Estuve de acuerdo con él en eso. Y también en lo de tomarles la delantera, construir una barca y sembrar peces en el pantano. La barca nos llevó mucho trabajo porque somos viejos y a la poca capacidad y ganas de arrimar el hombro había que añadirle el temor a que nos quedara mal y morir en un naufragio. El resultado fue una barca pequeña, pero sólida, y además flotaba, lo cual no dejó de asombrarnos.  Lo de los peces ya fue otro cantar. El hombre de la piscifactoría echó sus cálculos y nos dijo que, con tal y cual cantidad de alevines, pasados diez años, podríamos pescar a diario en cualquier lugar del pantano.

            —Si esperamos diez años —le dijo Salustio—, los gusanos nos habrán pescado a nosotros.

            Así que le pedimos que lo calculara de nuevo para poder pescar al año siguiente, hizo sus números, nos dijo lo que nos costaría, y luego se rió. Se rió mucho. Veintisiete días más tarde, regresamos llevando bajo el brazo un taco de papeles del grosor de una tabla. En ellos figuraban los términos de las ayudas provinciales, las subvenciones regionales y el estipendio del ministerio correspondiente de la nación, según los cuales, y por procedimiento de urgencia, se nos concedía a nosotros, ancianos pesados donde los hubiera, la cantidad de peces que nos diera la puñetera gana. De modo que el tipo de la piscifactoría se puso azul y nos suplicó que no le vaciáramos los tanques. Recuerdo que Salustio se tiró de los pantalones, puso los brazos en jarras, y sin más, le preguntó su opinión sobre si el barbo común picaba más a la mosca o a la cucharilla.

            Una vez resuelto lo de la barca y los peces, nos preocupamos por nuestra salud. No era buena idea andar todo el día con el calzado y la ropa empapados de tanto subir y bajar a la barca. Aprovechamos un terraplén de rocas cercano al pueblo, que con la subida de las aguas se había convertido en un malecón natural, y allí pusimos nuestro embarcadero provisional. La primavera siguiente a la aparatosa descarga de los alevines, pescamos Salustio y yo más peces que manzanas habíamos robado en toda nuestra infancia. Los jóvenes vieron que la cosa iba en serio y empezaron a comprar cañas de pesca y a fabricarse sus propias barcas. El pasado invierno, por acuerdo municipal unánime, nuestro pueblo añadió una muletilla a su nombre y ha pasado a llamarse Salvatierra del Mar.

            Una cuadrilla del ayuntamiento y numerosos voluntarios han trabajado de firme en el puerto todos estos meses y el terraplén del embarcadero se ha convertido en un lindo malecón. Las parejas pasean por allí al atardecer, cogidos de la mano. En estos momentos hay amarradas a su amparo un centenar de barcas. Aquí han cambiado mucho las cosas en muy poco tiempo. A nosotros, como pioneros, nos va de maravilla. Salustio y yo les llevamos ventaja a todos en conocimientos de pesca y en el comportamiento de nuestro mar artificial. Cuando alguien tiene una duda, nos pregunta a nosotros. Solemos estar sentados en nuestras tumbonas, en la punta del malecón, ataviados con chaquetas y gorras de capitanes de la marina mercante, con las pipas de espuma de mar colgadas de los labios, comentando nuestras navegaciones intrépidas. A menudo, nuestros nietos más pequeños vienen con otros niños y nos piden que les hablemos de los fabulosos animales marinos que hemos tenido la oportunidad de conocer. En eso Salustio es increíble. Les cuenta, por ejemplo, la historia de las Truchas Locas, también llamadas Truchas de Campanario, porque suelen vivir en los campanarios de las iglesias sumergidas, se vuelven tarumbas con el eco fantasmal del tañido de las campanas, y atacan a los pescadores solitarios y se los comen crudos.

            A veces, escuchándole contar cuentos, me parece que nuestra memoria, que ya dábamos por perdida bajo las aguas, reflota a la superficie transformada, diferente, dotada de una magia que jamás hubiera tenido sin la ayuda del pantano. Es una suerte, porque uno lanza el sedal y nunca sabe qué recuerdo va a terminar picando el anzuelo.

                                                           publicado en Revista Cantárida

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