En esa época yo tenía una distribuidora de vinos. Trabajaba sólo con
cinco marcas, todas de bodegas muy pequeñas de la Rioja, gente a la que en su
momento visité e hice propuestas de negocio que firmamos con un apretón de
manos. Les compraba una partida de botellas, me las traían a casa, apilaban las
cajas en mi garaje y se llevaban el dinero en metálico. Luego yo las vendía al
por menor, en cantidades discretas y en días señalados, por ejemplo bodas,
comidas de negocios y otras celebraciones. O sea: llamada de teléfono, cargar
en el coche, entregar en la trasera del restaurante, cobrar, y, al día siguiente,
ese vino ya estaba en estómago ajeno y las botellas en el contenedor. Ningún
problema en cuatro años, hasta que me llamó al móvil Alfredo, el jefe de cocina
del Condestable.
—Hay un tipo muy raro haciendo demasiadas preguntas por aquí. Quítamelo
de encima, Fernando, y me acordaré de ti cuando esté en el paraíso.
Tenía dos primeras comuniones esa semana, los invitados eran de monte,
beberían como cosacos. Me dijo que pensara en las cajas de vino que vendería, y
en las que dejaría de vender si aparecía por allí un inspector. Alfredo era convincente,
aprendió retórica en una comisaría. No podía no ir.
El restaurante Condestable estaba situado sobre una pequeña loma desde la
que se dominaba Mansillas. La gasolinera, los cuatro talleres mecánicos, los
bares de menú del día, los dos hoteles del Inserso, los tres de lujo, el
hipermercado y las cuatro filas de casas, la mayoría nuevas, con vecinos de
última hornada. Mucho dinero en circulación. Hablé con Alfredo en la cocina,
concretamos lo de las comuniones, y luego me mandó a la barra del bar para que
uno de sus chicos me orientara. Pedí un vermut, y el barman me contó que el
tipo raro había llegado alrededor del mediodía y que hacía preguntas como: ¿no
es peligroso tener tres aparatos enchufados en un alargador junto a la
cafetera? Podía ser un quisquilloso,
un gilipollas, o, dijo el barman, un inspector muy cabrón que avisa de su
llegada para que tengamos lista la pasta. Había estado allí hasta las doce,
leyendo el periódico con una calma que al barman le había destrozado los
nervios, y luego había cruzado la carretera. Ahora estaba donde Jonás, que
tenía un restaurante de tres tenedores de lo más acogedor. Dejé el vermut a
medias. Jonás era un tipo muy noble, raro en la zona, podía sacudirle un
guantazo a cualquiera que intentara vacilarle.
Fui de inmediato a su local, me senté en la barra y pedí lo de siempre.
Nunca pido lo de siempre, así que le hice un guiño a Jonás y supo a qué venía.
Me sirvió un vino de los míos, estaba nervioso y le dio un golpe a la copa que
casi la dobla. Al fondo, el tipo raro parecía estudiar la lista de precios como
si fuera un jeroglífico egipcio y había tenido el descaro de descolgarla de la
pared. Jonás casi rayaba la barra con las uñas, así que cogí mi vino y me senté
cerca del tipo raro. Me miró. Yo no suelo mirar fijamente a los ojos, para que
no se me note, para no asustar, pero a él le miré a los ojos, y luego sonreí
como lo hace mi perro antes de lanzarte los dientes.
—La hostelería es un negocio muy
duro —le dije—, si eres inspector y quieres un trato, habla conmigo.
Se aferró a la lista de precios en vez de soltarla. Uno de sus zapatos
resbaló sobre el aro metálico del taburete y tuvo que poner los dos pies en el
suelo para no caerse. No era nadie, era un pringao. Sólo le hubiera salvado el
carnet de inspector que no tenía. Comenzó a temblar.
No sé cuántas veces había hecho aquello, pero se le había acabado meter
miedo a la gente. Luego, cuando le puse el brazo sobre los hombros y le pedí
amablemente que me acompañara, cuando le obligué a pagarle un vino a Jonás con
un billete de cincuenta y dejar el cambio para el bote, cuando lo conduje desde
allí hasta la trasera del garaje de Fausto, cuando le ofrecí un cigarrillo y le
di la oportunidad de explicarse, el muy idiota me dijo que se sentía solo. Fíjate
tú que novedad, le dije, como todo dios, y eso que yo no era su siquiatra,
gratis, y el tipo raro tuvo el coraje de confesarme que llevaba años
haciéndolo, que escogía los trajes para su actuación, que tenía las frases de su papel de inspector memorizadas.
Le pregunté si humillar a la gente se la ponía dura, ésa es mi frase
favorita, le dije, y le arreé un sopapo para que la recordara. No era buen
actor: me pidió que no lo hiciera, me rogó que no siguiera, me suplicó, por
favor, que lo dejara… y no me convenció.
de La cosecha, pag. 53
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