A mitad de la gestación, el médico me comunicó que mi niño estaba triste. Yo ignoraba que una ecografía pudiera reflejar los estados de ánimo, pero el ginecólogo me señaló el cordón umbilical, afirmó que era demasiado grueso y que esa circunstancia sólo se daba en mujeres con un grave padecimiento moral. Vino a decir que mi hijo recibía por ese conducto, además del alimento, un exceso de lágrimas.
No quise hablarle al médico de las dificultades de una pareja compuesta por una persona y la ausencia de la otra. No quise sentirme patética reivindicando la soledad como una conquista. No quise decir nada de Él, porque de él no había nada que decir, y menos a un extraño. No quise, sobre todo, que mi niño estuviera triste por mi culpa, y acepté los consejos del médico.
La prescripción facultativa me obligaba a tomar dosis masivas de alegría, y me dejé arrastrar por mis amigos a las fiestas, bailé como una peonza cada vez más grávida mientras les contaba libros enteros de chistes, y ante la puerta del quirófano exhibía una sonrisa tan excesiva que parecía un injerto. Mi hijo nació, como predijo el médico, risueño y jovial, predispuesto genéticamente a salir de farra. Es un chico muy gracioso. No quise tener más, ni hijos ni maridos, no hubiera soportado cargar de nuevo con toda mi tristeza.
de Mercedes Cancelo
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