sábado, 12 de mayo de 2012

LA ÚLTIMA IDEA


La última idea

He pasado la noche en vela, llorando.
Antes de acostarme el Servidor me ha informado de que la última idea que consideraba propia, original, mía, ya está registrada. Además no ha querido proporcionarme el nombre del propietario para evitar que negocie un intercambio y me libre así de cumplir con mi contrato. A las doce en punto del mediodía de hoy, seré un creador anónimo.
Me duelen mucho los ojos. No sé cómo debo mirar este amanecer si ya tengo la confirmación oficial de que mi mirada no contiene posibilidades. Todo lo que veo, y lo que interpreto de lo que veo, y los sentimientos que genera en mí, son una mera repetición. No soy un creador singular. Y lo peor es que nunca lo he sido. O lo fui, de un modo provisional, mientras me mantenía en la ignorancia. Querer saber, para ser, ha resultado un suicidio.
Me levanto de la cama, más bien le digo a mi cuerpo que me levante de la cama, que tenga la voluntad que a mí me falta. Camino y me arrastro por el pasillo hacia el cuarto de baño, meo, cago y entro en la ducha: ¡Dios, por qué no se regenera mi pensamiento! Mi piel se cae y no se renueva y se va por el desagüe junto con mis pobres y viciadas ideas. Me demoro bajo el agua de la ducha, como esperando algo, pero no sucede nada. Tengo que cambiar de champú, huele a flores imposibles. Salgo de la bañera y me quedo de pie en mitad del cuarto de baño, chorreando. El vapor desciende en el espejo y me veo surgir de entre la niebla, como niño, como viejo, como espectro…
La cocina está helada. En la pantalla de la nevera, mi avatar me hace gestos, me interroga, y se encoge de hombros. Activo la voz, y Cormac me grita:
—¡Son la once, tío, qué coño estás haciendo!
—Que te jodan.
Abro de golpe la puerta de la nevera y le dejo con la palabra en la boca. Cojo de un manotazo la barra de mantequilla, le doy un mordisco decidido, ojalá me destroce las arterias. Desayuno de pie, sin prisa, con la puerta de la nevera abierta, para evitarle. Antes de abandonar la cocina, cierro de un portazo y, al sentarme delante del ordenador del salón, ya está allí Melquíades, mi agente:
—Son las once y diez, Paco. Queda menos de una hora, por favor, haz algo... He perdido nueve clientes en un mes, no me dejes tirado, colega, que tengo dos críos pequeños...
—¿Te dije yo que los tuvieras?
—No seas así, hombre. Te lo ruego, al menos haz caso a tu avatar. Sé más humilde y escucha a Cormac.
—Paso de Cormac. Cuando lo diseñé hace cuatro años, yo era mucho más gilipollas que ahora. No le soporto. Es más pesado que mi conciencia, que ya es decir.
La pantalla se divide en dos y aparece Cormac, con cara de mala hostia.
            —Tienes dos opciones, idiota —y me apunta con el dedo—, busca en tu pasado algo que nadie haya podido vivir de una manera tan estúpida como la tuya, o rómpete ahora mismo una pierna, un brazo, y luego cuenta con detalle cómo lo has hecho...
—No hay tiempo. Paso, renuncio. Además, eso ya está muy trillado.
Cormac me da la espalda y pasea por su habitación virtual. Se lleva las manos a la cabeza pero, como está calvo, le crece al instante una melena para así poder arrancarse un par de puñados de pelo antes de empezar a gritar y dar patadas contra la estantería de su biblioteca.
 —¡Palurdo, deficiente...
Quito el volumen porque ya le conozco, ahora comenzará con sus amenazas de muerte, descuartizamiento, violación con porra eléctrica... Hice a Cormac violento porque yo no podía serlo, y su descerebrada selección de contenidos me ha arrastrado al desastre. No lo puedo desactivar, ni educarlo, controla todos mis archivos de memoria, y sin su ayuda no tengo recursos para crear. Aunque supongo que eso ya no importa, está claro que no me van a renovar el carnet.
Melquíades aparece en pantalla con la foto de sus críos delante, como un escudo. Abro el micrófono:
—Media hora, Paco. Busca una idea, por dios... ¿Recuerdas, cuando estuviste comiendo pastelitos en mi casa, hace un mes, aquel pensamiento, cómo era? Tener identidad...
—...es tener la ilusión de un destino. Pero no es mío, es de Amartya Sen. Casi todo lo que digo son citas, joder.
—¡Como todo el mundo! –grita Cormac, aprovechando que está abierto el micrófono.
De pronto aparece el logotipo del Servidor, se abre una ventana en la pantalla y comienza la cuenta atrás.
—Su identidad creadora va a ser retirada. ¿Desea alguna música en particular? —pregunta una voz, modulada para calmarme.
Yo quiero calmarme, y obedezco:
—Las variaciones Gould, aceleradas dos puntos.
—Muy bien —se oye un clic, y comienzan a sonar, frenéticamente—. ¿Prefiere un nombre o un número?
—Nombre.
—¿Alguno en particular? Si le tiene apego al suyo, puede seguir utilizándolo...
—¿Puedo ser anónimo, y seguir utilizando mi propio nombre?
—Por supuesto. Es usted quien admite su incapacidad creativa, y al hacerlo su nombre propio pasa a ser tan irrelevante como un número al azar.
—Entonces, prefiero un número...
Cormac grita, y arroja todo tipo de cosas contra la cámara virtual, que ni se inmuta. Melquíades ha puesto un video, jugando en verano con su mujer y sus hijos en un jardín de los suburbios. Cormac se corta las venas con un folio pero no le sale sangre de la herida, y se queda mirándola, desconcertado. Melquíades comienza a desnudarse en pantalla, mientras llora. Su imagen se diluye cuando el cronómetro llega a cero.
—Debe usted facilitarnos el código de su avatar, para su desactivación. A partir de ahora, su memoria es común, y nos pertenece. Su agente ha sido despedido. Primer trabajo de Rutina: 40 horas de plazo, 4.000 palabras: Motivos del estornudo vírico en la rata almizclera. Tono didáctico, segundo grado de iniciación a la veterinaria. ¿Preparado? Usted comienza en cuatro, tres, dos, uno: ¡Ahora!

0 comentarios:

Publicar un comentario