Ojos color mandarina
Llovía a mares. Desde el salón se escuchó la bocina del coche de mis padres. La chica saludó a la ventana y de inmediato empezó a desnudarse. Sacó de su bolso el estuche de las lentillas, se las quitó, me observó con sus ojos color mandarina, y se pinchó en el brazo con un alfiler dorado que apareció debajo de su pelo y allí también desapareció. Por el orificio de su piel salía un aire perfumado y bisbiseante que subía de tono al retroceder las edades en su cuerpo. Se detuvo cuando alcanzó la talla y el aspecto de un bebé como yo.
Fue muy amable. Antes de nada quiso que le presentara a mi cocodrilo Patata, a mi serpiente Patata y a mi sonajero Zas. Tuvo palabras elogiosas hacia mi manta de juegos: se la veía desgastada, lo cual demostraba mi sensibilidad artística. Para confirmar lo acertado de su apreciación, le hice unas variaciones sobre la escala con el piano de patadas, y una cosa llevó a la otra.
Debo reconocer que mi primera experiencia sexual estuvo floja en la concentración. Ella terminó un poco enfadada y arrojó el sonajero contra el televisor, pero el despliegue de ternura recibió una valoración positiva; las lengüetadas insuperables.
Como ella sabía más, me aconsejó que comenzara a trabajar el juego de cintura, cuando la tuviera, y me aseguró que la solidez de mis piernas era la adecuada para intentar posturas extravagantes. Antes de inflarse para darme la papilla, me pidió que lo olvidara todo. Pero esas cosas no se olvidan.
de Silencios que me conciernen
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